Viaje a Constantinopla

El periplo de Blasco Ibáñez por Oriente.

El vals lo inventó un valenciano que se estableció en Viena, Vicente Martín. Me enteré a través de otro valenciano y tocayo suyo, Vicente Blasco Ibáñez, que lo cuenta en su libro de viajes Oriente, firmado en 1909. La ventaja de seguir los pasos de viajeros de otras épocas es que no solo te desplazas en el espacio, sino también a través del tiempo. Así llegamos a Constantinopla cuando ésta todavía era capital del Imperio Turco, varios años antes de la Primera Guerra Mundial y la consecuente desaparición de la dinastía otomana.

El camino de Oriente lo inicia Blasco en Vichy, ciudad francesa que atraía a miles de extranjeros por sus famosas aguas, pero también llamada ciudad de la música. ¿Y qué música sonaba más entonces en Europa? Pues sorprendentemente, según el célebre novelista, música española: “la tocan más en el mundo y es más conocida que la de El anillo del Nibelungo”. Suiza, Alemania, Austria, Hungría son los países que nuestro autor atraviesa en busca de su exótico destino. Curiosamente, a la Europa occidental la llama la verdadera Europa y, a partir de Austria, “hacia el oriente, están acampados pueblos que, aunque de aspecto semejante al nuestro, son de origen asiático y han sido depositados en el lugar que ocupan por el oleaje de las invasiones”.

En tren, llega a Serbia: “Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los Balcanes, con sus pequeños y revoltosos estados”. Blasco Ibáñez confiesa su amor por Turquía y el alto concepto en que tiene a sus habitantes. Frente a su fama de crueles y sanguinarios, los considera buenos y francos: “su dulzura se manifiesta por un gran respeto a los animales”. Hoy las agencias programan viajes a Estambul, pero a comienzos del siglo XX Estambul denominaba solo a una de las tres ciudades —ocupaba el solar de la antigua Bizancio; las otras dos serían Pera y Gálata— que conformaban Constantinopla, aquella Nueva Roma que Constantino hizo capital del Imperio en el 330.

Hoy en día, los turistas entran en cualquier sitio, aun en los más sagrados recintos, con el afán de tomar fotos o grabar vídeos. Parece que ese es el sentido del viaje, aunque no se percaten muy bien de lo que tienen delante. La divulgación de las tecnologías quiere sustituir así a nuestros ojos y hasta a nuestras almas. Bien distinto es el caso del viajero de hace un siglo, que emprendía una verdadera aventura en solitario por tierras muy rara vez pisadas por algún compatriota y consciente de los riesgos que afrontaba. Con admirable capacidad de penetración y portentosa destreza descriptiva, Blasco Ibáñez nos presenta lugares y personas mejor que cualquier fotografía. Particularmente envidiable me resulta el episodio de los derviches danzantes.

El autor de obras como Cañas y barro o La bodega ofrece una visión fascinada y fascinante de Turquía. Afirma que Constantinopla es una de las tres ciudades más importantes de la historia de la humanidad, reivindica su carácter tolerante y nos hace sentir la belleza de atmósferas y paisajes, así como el palpitar de sus gentes. Destaca la libertad religiosa que, a la sazón, existía y la pluralidad de etnias y culturas. Visita al Papa griego, “un sacro pastor que extiende su cayado sobre millones de místicas ovejas”. El patriarca ortodoxo, después del gran imán, era el primer funcionario religioso del imperio turco, cuyos soldados, “fervorosos musulmanes, velan, bayoneta en el fusil, sobre la existencia y el reposo de este sacerdote extraño a sus creencias”. Lejos estaba el insigne viajero de sospechar las matanzas de cristianos que sobrevendrían. Actualmente, los integrantes de las diversas iglesias cristianas suman poco más de cien mil en toda Turquía. En los balbuceos del siglo XX, nada hacía presagiar las terribles revoluciones, guerras y genocidios que iban a transformar Europa y el mundo de manera radical.

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