Los reyes eméritos, en el funeral de Constantino de Grecia.
Los reyes eméritos, en el funeral de Constantino de Grecia.

Decía Croce que toda la historia es historia contemporánea. Y, en cierto sentido, tenía razón. Aunque tratemos de algún periodo remoto, acostumbramos a partir de las inquietudes del presente. El problema es que así introducimos una distorsión, porque lo que es importante para nosotros no necesariamente lo fue para nuestros antepasados. Ahora, por ejemplo, somos una sociedad laica y pacifista. ¿Debemos por eso prescindir del estudio de la religión y de la guerra? Con la monarquía sucede lo mismo. No se trata de si somos monárquicos o republicanos, sino reconocer su importancia histórica. Es por eso que un prestigioso equipo de especialistas ha dado a luz un volumen colectivo acerca del papel, bueno, malo o regular, que han tenido a lo largo del tiempo los soberanos españoles. Ayer, 21 de febrero, en la librería Byron de Barcelona, se presentó La Corona de España. De los Reyes Godos a Felipe VI (La Esfera de los Libros, 2022). El acto corrió a cargo de tres historiadores de excepción, María Ángeles Pérez Samper, coautora del volumen, Jordi Canal y Ricardo García Cárcel. 

Resultaba reconfortante ver cómo la sala estaba repleta y seguía con interés las palabras de especialistas que hablaban desde un conocimiento profundo, siempre con mesura y a veces con un punto de ironía que daba color a su exposición. Ahora se tiene la mala costumbre de juzgar a un especialista en función de si sus tesis regalan nuestros oídos o no, pero ese es un vicio intelectual. No importa lo que un historiador diga. Importa la calidad con la que defiende sus ideas, la lógica de su argumentación y la solidez con la que domina su tema. Yo añadiría, en este caso, la capacidad para nadar contra corriente y empujarnos a cuestionar lo que creemos saber. Con lo tremenda que ha sido, en los últimos años, la crisis de la monarquía, se necesita cierta dosis de coraje para trazar su trayectoria histórica sin caer en una caricatura donde todo es malo. 

Los participantes de la presentación coincidieron en que la Corona es mal conocida. ¿Cómo puede ser esto, si cada año se publican muchos libros al respecto? Lo que sucede es que sus autores acostumbran a centrarse en chismes de alcoba. Aquí, por el contrario, lo que tenemos es un análisis institucional. García Cárcel dijo que, en la actualidad, nuestra visión del pasado está mediatizado por el populismo republicano. Todo lo que habría de positivo en nuestra historia sería lo que pudo ser pero no fue. De ahí que idealicemos a los perdedores. La monarquía española, sin embargo, no constituye una excepción reaccionaria en el contexto europeo. Es más, como institución, contribuye a aportar estabilidad al reconciliar tres parejas de contrarios: pasado y futuro, modernidad y tradición, unidad y diversidad. 

García Cárcel preciso que comenzar la historia de la monarquía por los visigodos es una opción “discutible”. La palabra elegida resultó balsámica: algo discutible es polémico, pero, por eso mismo, podemos hablar de ello. Lo habitual en nuestro país, por el contrario, es que los miembros de cada escuela historiográfica descalifiquen a sus oponentes. Por no ser lo bastante científicos, por ser demasiado de derechas o demasiado de izquierdas, o simplemente porque su cara les resulta desagradable. El que no comulga con el dogma dominante merece la expulsión de la tribu. Todo en nombre de la ciencia, claro está. Si alguien dice que España tiene dos milenios de historia, los demás se reirán en su cara. Como si Domínguez Ortiz, con todo su indudable prestigio, no hubiera hablado de más tiempo aún: tres mil años. Se puede sostener que el viejo maestro exageraba. Lo que ya no resulta tan lícito es ridiculizar al que dice lo que no compartimos.

Jordi Canal, a su vez, afirmó que la monarquía española es el mejor sistema para la España de hoy. Distinguió entre memoria, una visión emotiva del pasado al servicio de populismos de distinto signo, e historia, una disciplina académica. A su juicio, la monarquía de Juan Carlos I no supo adaptarse a los retos del siglo XXI. No se dio cuenta de que la sociedad había cambiado. La prensa había dejado de ver como un tabú todo lo relacionado con la Corona y su titular ya no podía hacer según que cosas, como tener amantes o irse a cazar elefantes a Botsuana, que antes no habían suscitado la misma indignación. Felipe VI, en cambio, habría sabido enderezar el rumbo tras interpretar correctamente lo que demandaba la sociedad. 

María Ángeles Pérez Samper hablo de lo que mejor conoce, el siglo XVIII, al que ha dedicado incontables y valiosos trabajos. Los Borbones, lejos de marcar una ruptura respecto a los Austrias, establecieron importantes líneas de continuidad. La Ilustración no empezó con Carlos III sino mucho antes, bajo Felipe V e incluso en los últimos años de Carlos II, el último Habsburgo. Mientras la escuchaba, mis recuerdos, inevitablemente, se iban a aquellas increíbles bandejas de dulces con las que obsequiaba al consejo de redacción de la revista Historia, Antropología y Fuentes Orales. 

¿Por qué la monarquía hispana se ha revelado más frágil de lo que imaginábamos en los ochenta? El franquismo instauró la monarquía pero también borró el pasado monárquico. En 1975, a falta de la continuidad que hubo en otros países, hubo que empezar de cero. Surgieron entonces los denominados “juancarlistas”, que mostraban adhesión a la persona del rey pero no tanto a la institución que representaba 

La velada estuvo llena de reflexiones sugerentes, incitaciones a investigar más, a replantear tópicos. ¿Podían los reyes absolutistas hacer lo les daba la gana? Pérez Samper nos explicó que no. Debían ceñirse a la ley. Sin duda tenía razón porque hasta gente reaccionaria, como los carlistas, puso mucho empeño en explicar que la suya no era una apuesta por el absolutismo. A su vez, García Cárcel se refirió a la nostalgia sin fundamento que despierta el austracismo. El archiduque Carlos, el perdedor de la Guerra de Secesión, fue, en la práctica, un hombre tan imbuido de la autoridad real como Felipe V. Además, cuando lo nombraron emperador, se marchó a Alemania y dejó tirados a los catalanes. 

¿Llegará un momento en que la opinión pública valore la labor de Juan Carlos I sin el estigma de los desastres de los últimos años? Ahora nos sentimos soliviantados. El que esto escribe no puede entender que un Rey de España viva donde vive, con amistades tan discutibles. El sentimiento es, sí, de vergüenza, pero también de profunda decepción. El 24 de febrero de 1981, tras el fallido golpe de Estado de Tejero, el niño de ocho años que era yo estaba asombrado de que Ronald Reagan, todo un presidente de Estados Unidos, se dignara a felicitar a nuestro monarca. Eso fue un motivo de orgullo. Como también lo fue que, en unos momentos difíciles, Juan Carlos le dijera a Carod Rovira, el líder republicano, que hablando se entiende la gente. El soberano apostó entonces por el país de mis sueños, en el que se respeta la pluralidad y se entiende el valor del diálogo. Mientras la derecha pretendía monopolizar la Constitución, el rey nos recordaba que la Carta Magna es de todos y para todos. 

Ahora todo aquello parece un sueño muy lejano, después de tantas cosas que hemos visto con desconcierto. ¿Qué nos deparará el futuro? De Felipe VI se ha dicho que es un rey en la adversidad. Eso, a cierto nivel, despierta mi simpatía. Los héroes que me resultan más irresistibles son los que se enfrentan en solitario a la tempestad.   

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