Irene Montero, en una entrevista en TVE; en una imagen de archivo.
Irene Montero, en una entrevista en TVE; en una imagen de archivo.

Un buen ejercicio para comprobar la tolerancia con el otro sexo es que a los hombres se les trate de ella y a las mujeres de él y ver sus respectivas reacciones, lo cual es muy divertido e invito a practicarlo. 

Un buen ejercicio para comprobar la tolerancia con el otro sexo es que a los hombres se les trate de ella y a las mujeres de él y ver sus respectivas reacciones, lo cual es muy divertido e invito a practicarlo. Yo me he ido acostumbrando en mis clases de yoga, cuando la monitora utiliza siempre el genérico en femenino, y lo comprendo porque el grupo está compuesto mayoritariamente por féminas. Lo respeto totalmente, aunque parezca extraño. Incluso, tanto durante mi niñez como durante mi adolescencia, los compañeros de clase en el colegio no me llamaban habitualmente Antonio, sino que dividían mi apellido y me nombraban con asiduidad Ana. Al principio me daba coraje y, al que decía eso, le contestaba con alguna barbaridad, pero con el tiempo me acostumbré y me resultaba hasta cariñoso. De hecho, algunos amigos de esa época hasta me lo repiten, de vez en cuando, con un tono afectivo y dulce, sobre todo cuando están con un par de copas de más.

Confieso que eso me dio pié a enviar un relato en una revista exclusiva para mujeres y excluyente para hombres, que encontré en una consulta médica, mientras esperaba mi turno. Lo mandé bajo el nombre de: Ana Sagasti. Procedí de igual modo que muchas mujeres que tuvieron que sustituir durante siglos su nombre por los de un hombre o adoptar un seudónimo masculino para poder publicar, pero en este caso al revés. Lo hice porque consideraba  que, en una sociedad moderna y abierta, puede ser aceptable la discriminación positiva, pero en ningún caso, por intolerante, se deben admitir las exclusiones por razón de género.  

El castellano, a diferencia del inglés, utiliza de manera generalizada el género para los sustantivos, además de los artículos en femenino y en masculino. El masculino en español puede ser incluyente para ambos sexos, sobre todo en plural, pero el femenino siempre es excluyente, porque nunca engloba a los hombres. Eso es algo característico de nuestra propia lengua, hablada por cientos de millones de personas, imposible de cambiar de golpe y porrazo salvo que inventemos otro idioma. Utilizar la palabra “portavoza” está bien para conseguir titulares de prensa, cuando se necesita atención mediática porque estás en horas baja, pero es improductivo. Es como buscar una aguja en un pajar. No por ello se va a cambiar el lenguaje machista. Al revés, se peca de frivolidad y se da la imagen de ignorancia. La palabra portavoz es una palabra compuesta e indica la persona que lleva la voz. El vocablo voz en castellano es femenino (la voz), por lo que no hay que añadir a alguna, al igual que este periódico digital no se llama LA VOZA DEL SUR. Para evitar redundancias, a un vocablo femenino nunca se le añade además una a. Así sería una barbaridad decir “mujera”, porque ya el término, de por sí, se considera femenino.

La lengua nos determina en cierto modo la forma en que pensamos y aporta un contenido y una carga ideológica. Hay en el lenguaje otras manifestaciones machistas, fáciles de modificar, pero no hemos hecho nada al respecto por cambiarlas. Por ejemplo cuando decimos de una persona que es histérica (palabra que proviene del griego hysteros, que significa útero) le estamos diciendo, sin saberlo, que se comporta como una mujer. Otra expresión machista es llamar a la esposa de uno “mi mujer”, cuando, al contrario, decir "mi hombre", en vez de esposo que es lo habitual, tendría una connotación sexual. En inglés sería imposible expresar “my woman” para referirse a la esposa, porque suena como si fuese algo en propiedad del hombre, bajo su tutela, y no en el plano de igualdad y de consentimiento mutuo con que se identifica el lazo y la relación marital. 

Yo le sugeriría a Irene que por un momento tuviese empatía, se colocase en otro plano y se dejase llamar, aunque sea sólo durante unos minutos, por un nombre masculino, Pedro, Pablo, Ricardo, como quisiera, o incluso cambiarlo por Irina o Irena, y esperaría a ver su reacción. Seguramente, verificaría que hasta el propio nombre de pila nos está marcando el género desde que nacemos y que a nadie le gusta del todo ser distinto de lo que es, o que le o la llamen de forma distinta, salvo que se sienta una persona diferente y tramite, porque la ley lo permita, su cambio.  

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