Un perro, en mitad de una bodega ecológica.
Un perro, en mitad de una bodega ecológica.

La crisis ecológica es un fenómeno inaudito en la experiencia subjetiva de la especie humana. Algo que desborda todos los marcos cognitivos con los que la evolución nos ha ido dotando para manejarnos en un entorno fuertemente antropomórfico. Nuestro sistema neurocognitivo está adaptado a interacciones en pequeños grupos humanos donde hemos desarrollado una serie de heurísticas o rutinas mentales orientada a conseguir relaciones de confianza y de cooperación mutua. Estas rutinas mentales son útiles para regular las interacciones entre individuos y grupos pero pueden ser catastróficas si presuponemos al entorno natural no humano como si de un individuo o grupo se tratara.

Por ejemplo la heurística de la compensación basada en la regla de la reciprocidad (do ut des) ha pasado con éxito los filtros de la selección cultural, porque ha demostrado su eficacia a la hora de lograr relaciones de confianza y cooperación entre individuos. Por el contrario esa misma heurística de la compensación aplicada a la interacción entre individuos o grupos humano y el medio ambiente produce efectos perversos y resultados contraproducentes para la sostenibilidad del planeta. Así, uso la bicicleta seis horas a la semana y el coche de diésel otra seis horas; ahorro X kilos de CO2 consumiendo verduras de la agricultura ecológica que han sido cultivadas a centenares de kilómetros con el consiguiente impacto de emisiones de X kilos de CO2 en transporte. La lista de conductas ambientales perversas no se limita a acciones individuales sino que se amplía también a la acción institucional (privada y pública) con, por ejemplo, los mercados de emisiones o con la llamada “fiscalidad verde”( quién contamina paga).

Pero si hay una frase que resumen bien esta heurística de la compensación con la biosfera es la leyenda que aparece en múltiples productos comerciales: “Respetando el medio ambiente”. La compensación es un signo de respeto con alguien, lo malo es que el “medio ambiente“ no es ningún “alguien” sino que lo es todo y al final el “todo”, que es finito, es lo que cuenta ambientalmente. Ya ven como queriendo lo uno, ser respetuoso con el medio, conseguimos lo contrario, la degradación.

Todo esto lo explican muy bien Patrik Sörqvist y Linda Langeborg  de la universidad de Gävle (Suecia) en un artículo titulado “Why People Harm the Environment Although They Try to Treat It Well- An Evolutionary-Cognitive Perspective on Climate Compensation” publicado en las últimas semanas en Frontiers of Psicology. Estos investigadores citan distintos dispositivos heurísticos como el muy conocido “efecto de disponibilidad” (la tendencia a creer que un suceso es más probable que ocurra cuando recientemente ha ocurrido otro similar), o el también muy conocido “efecto ancla” (la propensión a realizar estimaciones futuras que se acercan  más a estimaciones que se perciben como seguras subjetivamente por ser las más frecuentes). Pero cuando el cerebro individual se enfrenta a problemas inauditos como el cambio climático tiende a usar esos dispositivos heurísticos evolutivos y se genera un desajuste entre los retos ambientales  y esas habilidades sociales evolutivamente exitosas.

Este desajuste entre las rutinas heurísticas individuales y los problemas ambientales, complejos y globales, dan lugar a las paradojas de la acción individual de la que hemos hablado. Pero lo que no dicen Patrik Sörqvist y Linda Langeborg, ni tienen porqué decirlo, es que existe un cierto entramado institucional y una precisa arquitectura de las decisiones que estimula estos desajustes cognitivos, ¿Para qué? Fomentar el consumo compulsivo y a la vez hacerlo compatible con cierta satisfacción o tranquilidad moral. Este uso económico y político de los desajustes heurísticos consigue anestesiar la conciencia ecológica que emana de la información que la ciencia nos aporta sobre los límites del crecimiento. Los poderosos llevan hace muchos años usando los límites cognitivos del cerebro del cazador recolector que todavía somos para favorecer el crecimiento económico y la dominación política, nada nuevo, pero esto es algo que ahora, por las urgencias climáticas, se vuelve especialmente  dramático.

Lo cierto es que el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o el agotamiento de los combustibles fósiles no son fenómenos de fácil acceso a la intuición. Nuestro cerebro individual de cazador recolector no encuentra heurísticas disponibles en el acervo evolutivo para afrontar estos problemas. Mas no debemos desesperar por ello, tampoco son fenómenos de accesibilidad intuitiva las partículas elementales y hemos sido capaces de construir aceleradores de partículas, ni los virus y las bacterias y fabricamos vacunas, o el concepto de Estado de Derecho y aprobamos y aplicamos constituciones. La ciencia y las instituciones (política) son también contraintuitivas. Por medio de la ciencia y la política (instituciones) hemos sido capaces de pensar lo impensable y de construir un súpercerebro social.

Pero ni la ciencia, ni la política operan de forma individual, ni antropomórfica. Los fotones o los Estados no son personas individuales sino objetos abstractos. Y solo así podemos abordar con éxito la comprensión de la complejidad de la materia o de las interacciones sociales. Para enfrentarnos al reto ecológico no bastan las conductas ambientalistas individuales bien intencionadas, ni un pensamiento antropocéntrico que todo lo humaniza. Necesitamos deshacernos de la ilusión ambiental moralizante de las heurísticas compensatorias y pasar a la cooperación cognitiva de la ciencia y las política. De lo contrario nos ocurrirá aquello que con inconsolable melancolía contaba Kant de aquel enfermo que se moría a base de mejorar.

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