Familia y tormenta de Alex Colville (1955).
Familia y tormenta de Alex Colville (1955).

“Dos cosas llenan mi alma de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”. Hace doscientos treinta años, un filósofo que vivió en un pueblecito prusiano, hoy suelo ruso, entre Polonia y Lituania y que jamás salió de él, lo dejó dicho para siempre en su libro Crítica de la Razón Práctica.

Como diciendo qué cosa más sorprendente es esto de ser hombre. Que eres, a la vez, necesidad y materia (polvo de estrellas) y libertad y espíritu (responsable de tu propia vida). ¿Y este hecho es porque sí? ¿Por casualidad? ¿O es así porque obedece a un plan?

Que haya un plan preestablecido y, más aún, que este plan sea providencial, esto no es fácil de creer. Pero el hecho de sentirnos a medio camino entre el ser y el no ser, entre la determinación y la libertad, es el quid de la naturaleza humana. Lo que nos da la posibilidad de ser quienes somos y quienes queremos ser. O, al menos, de creerlo. No de saber; sino de creer.

Por eso, en ocasiones, nos asalta un pesar, un lamento por sentirnos ciudadanos de la eternidad y, a la vez, tener que lidiar con el único hecho incontestable para la humanidad toda: que somos mortales y que un día seremos un cadáver (palabra, por cierto, construida por las primeras sílabas de tres palabras latinas: carne data vermes, ca-da-ver, carne que se da a los gusanos). Con la duda insalvable de si también el yo, mi yo, donde supuestamente reside nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, se le da de comida a los gusanos y desaparece también para siempre, junto a carne y huesos.

El problema de la inmortalidad no es si nos convertimos en otro ser (animal, vegetal o cosa) después de la muerte. No. El problema es si mi yo (lo que hace que yo sea yo), mi mismidad más íntima e intransferible, la conciencia de mí mismo, trasciende la muerte o no. Llámale alma, si te quedas más tranquilo.

Si esto fuera así, la tristeza, por tanto, debería de ser el afecto más frecuente y más natural entre los mortales. Sin embargo, nuestra desmemoria nos ayuda a olvidar esta realidad. Y, a veces, estamos excepcionalmente tranquilos, sosegados, casi alegres. Lo cual, ciertamente, es un misterio a menos que hayamos interiorizado plenamente que la vida (para que sea vida) es una continua pérdida. Un continuo morir y revivir, absolutamente ajena a nuestra voluntad.

Puesta a un lado esta tristeza, llamémosle metafísica, hay dos grandes grupos de tristezas: el primero lo constituyen aquellas tristezas “lógicas” y “razonables”; el segundo, las que son más complicadas de explicar y en muchas ocasiones “inmotivadas”, vamos a considerarlas “patológicas”.

Por ejemplo, si alguna persona está muy triste y enfadada porque ha perdido recientemente su trabajo, su salud o a un ser querido, es normal que esté apenada. La solución no está en engancharse a ansiolíticos y antidepresivos. Lo superará poco a poco con la ayuda también del tiempo, mejor dicho, del olvido. Se trata de una pena “normal”. Aunque esta pena tiene dos casos excepcionales: el suicidio de un ser querido y el adelantamiento biológico en el que la muerte no respeta la ley natural que dice: “Los hijos entierran a los padres”. En estos dos últimos casos es especialísimamente complicada la resolución total del duelo.

Evito decir si las dos circunstancias se funden en una sola. Y también si nos colocamos en la posición de la madre. Porque la esencia de la maternidad es cuidar, alentar la vida. Es decir, se es madre en la medida en que se da vida; va contra la naturaleza de una madre enterrar a su hijo. No hay consuelo posible o, al menos, no hay consuelo completo. Y, en muchos casos, se genera un sentimiento de culpa propia tan injusto como difícil de superar. Para la familia y para la madre. Aunque pensemos -con razón- que la finalidad de aquella decisión fue poner fin a un sufrimiento insoportable.

El segundo grupo lo constituyen las tristezas patológicas. Los trastornos del estado del ánimo. Un sentimiento de pesar inmotivado y desproporcionado a la realidad en la que se produce. Generalmente acompañado de expresiones fisiológicas (llantos injustificados, alteraciones del sueño y de la comida, dificultad para disfrutar de cosas cotidianas, desgana, fatiga…) y de sentimientos de rabia y enfado. Este estado afectivo tan bien sintetizado por Anton Chèjov, en el año1886, en un relato denominado Por casualidad:

Por lo visto, se hallaba sumido en ese estado de irritación y de tristeza que lleva a las mujeres a llorar en silencio, sin razón alguna, y a los hombres a sentir la necesidad de quejarse de la vida, de sí mismo y de Dios…

En general, sea cual sea el tipo de tristeza al que nos referimos, en mi opinión es útil pensar que no hay vida si no hay muerte. Y que la vida no se sujeta a ninguna ley ni expectativa humana, a ninguna justicia, a ninguna razón. Campa a sus anchas, va y viene, caprichosamente, sin ton ni son. A veces, con una ferocidad terrible. Y, sin embargo, a pesar de los pesares, la vivimos como un don inapreciable.

El contento natural, la alegría por la vida es el acto supremo de la fe. Es algo extraordinario. Creer en el más allá es relativamente fácil. Lo complicado es creer en el más acá. Creer en esta vida que es la única que tenemos…y que está hecha de reveses y sinsabores -cuando no de tragedias e injusticias- a la vez que de alegrías y gozos.

¿Pero, podemos vivir la vida plenamente sin el sentido que solo nos procura esta fe absurda y apasionada en el más acá?

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