'La salida del colegio', de L. S. Lowry (1927).
'La salida del colegio', de L. S. Lowry (1927).

Dice José Mateos, poeta y filósofo, que en nuestra sociedad existen muchos “analfabetos emocionales”.

La llamada inteligencia emocional se expresa en cinco modos: conocimiento de sí mismo, control de las emociones, empatía, motivación como fortaleza y habilidades sociales. Todos estos ejes se concretan en saberes que no son innatos sino aprendidos; podemos decir, por tanto, que son potencialidades que necesitan de un medio adecuado para desarrollarse y de un aprendizaje esforzado, como, por ejemplo, multiplicar o leer.

En general, este tipo de inteligencia tiene como fin el hecho de reconocer y expresar las emociones, de uno mismo y de los demás. Y conseguir destrezas para llevar una vida plena, alegre y sosegada. Quizás en menor grado de lo que desearíamos, pero bastante más de lo que nos quieren hacer creer los pregoneros cotidianos del apocalipsis a la vuelta de la esquina.

Históricamente se ha acabado identificando “racional” y “cognitivo”, dejando a un lado toda la parte emocional, como si ésta fuese algo puramente irracional. También ayudó mucho a esta identificación sesgada la parcialidad con la que se tradujo el término cartesiano “cogito” con el verbo “pienso”, aunque el mismo Descartes intentaba aclararlo en sus Meditaciones: “por esto, no solo entender, querer, imaginar sino también sentir es la misma cosa aquí que pensar”.  Y el esfuerzo del filósofo por hacer coincidir “cogito” con hecho psíquico, resultó inútil.

Sea como fuere, el caso es que nuestra civilización occidental se ha levantado sobre la creencia en el poder absoluto de la razón y de su hija más aventajada: la técnica, como aplicación práctica de aquella. Esto (y el expolio largamente sostenido de países y continentes, entre otras cosas) nos ha procurado a los occidentales un nivel de confort y de seguridad frente a la naturaleza y las enfermedades verdaderamente notable y aún desconocido en la historia de la humanidad.

Pero el fulgor de la tecnología ha podido cegarnos la visión y hemos perdido el horizonte completo. El precio pagado ha sido excesivo porque se nos olvida lo más importante para llevar un vida plena, alegre y sosegada, hasta donde una vida puede ser plena, alegre y sosegada. No se explica de otra manera este malestar social, este enfado, tan generalizado y, a veces, tan pueril.

Es importante que nuestros niños aprendan la tabla periódica de los elementos, el cálculo del mínimo común múltiplo y las reglas gramaticales, pero, para la formación del carácter, también tienen que aprender (más en la familia que en la escuela) la fortaleza para sobreponerse a un fracaso, la solidaridad con el sufrimiento ajeno, dominar la impaciencia de una recompensa, sujetar la ansiedad que provoca una dificultad o asumir la tristeza ante una pérdida irreparable.

Esta inteligencia emocional les será útil para afrontar los reveses de la vida e indispensable para tener confianza en sí mismos, para ser leales, confiados, generosos, fuertes y valientes. Aprendizaje y esfuerzo para adquirir hábitos virtuosos, como diría Aristóteles. Para ser buenas personas. Buenos ciudadanos formados y honestos, con ambición por dejar un mundo mejor del que les entregamos. La única responsabilidad de todas las generaciones.

A veces, miramos nuestro mundo y nos parece ver un desierto poblado de “analfabetos emocionales”, como dice José Mateos. Yo creo, sin embargo, que siendo importante es aún peor aquellos que aúnan los dos analfabetismos posibles, el intelectual y el emocional: los que están incapacitados para salir de sí mismos y, además, se jactan de su propia ignorancia. Una especie de analfabetismo voluntario existencial, en correspondencia con una sociedad que exhibe sin pudor su parte más inculta y ególatra.

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