De la nación

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

Bandera de Zamora.
Bandera de Zamora.

Se me ocurrió preguntarle ayer a mi hijo si quería que su padre hablara en estas columnas de algún tema en particular. No es que se lea estas diatribas mías, pero, al parecer, le había llegado noticia, no sé cómo y a propósito de qué, de la famosa frase de Otto von Bismarck acerca de España: la nación más poderosa del mundo, dado que los españoles llevan siglos intentando destruirla sin conseguirlo del todo. Así las cosas, me pidió explicaciones y aquí estoy yo para dárselas.

Tal vez porque viniendo de un sitio donde conviven tres lenguas a la vez (Irún, cerca de ese enclave llamado la Isla de los Faisanes), las veleidades nacionalistas siempre me han resultado anchas y ajenas; como mucho, me he aprovechado de algunas para combatir otras. Además, soy un manchurriano, que es como los del lugar llamaban a los desgraciados que en los cincuenta y sesenta llegaron en aluvión a aquellos pagos (en otros sitios nos llamaban coreanos, supongo que por la guerra de Corea). Muchos de aquellos manchurrianos acabaron siendo más nacionalistas que nadie, compensando la falta del genuino nacimiento (¡qué no hubiera dado yo por tener un apellido vasco, aunque solo fuera uno, en aquellos tiempos! ¡Tal vez no un Gaztelumendi, pero sí un Ezenarro o un Aramayo de segundo, o un Lasa o un Angoitia, como mis primos!) con el entusiasmo patriótico, a veces atravesado de voluntad revolucionaria: ¡Trabajador, no importa de dónde vengas, importa dónde vas!, llegué a leer alguna vez entonces.

De esta manera, no pudiendo ser del todo nada, pues me armé con ideas que al menos me sirvieran para ir tirando. Y de repente descubrí que algunos filósofos defendian que la nación no puede ser un concepto emancipador. Evidente desde un punto de vista kantiano: hay obstáculo para poder querer convertir mi máxima subjetiva, la que sea, en ley universal, pues segregamos necesariamente. Decidido a apostar entonces por la soberanía popular en vez de por la soberanía nacional, me encontré con dificultades cuando comprobé que esta última protegía sin embargo de las puras voluntades individuales, reductos de la reacción. Prueba de ello: ¡todavía recuerdo cuando eché a todos mis amigos de mi cuadrilla!, aunque ellos seguro que lo interpretaron de manera torcida. Como no he solucionado la cuestión (la cuestión debe de ser, creo yo, la propia noción de soberanía), aquí te la dejo, hijo mío, por si tienes tú más suerte. A cambio, te cuento una anécdota.

Cuando iba a mis clases de francés en la Alliance Française del Boulevard Raspail de París (me cruzaba cada vez con la estatua del Pensador de Rodin), tenía a muchos españoles como compañeros, junto a americanos, japoneses, polacos y otros. A todos les extrañaba sobremanera que en las clases, al presentarnos, nombráramos nosotros primero el terruño y después el país: uno decia en primer lugar que si era asturiano, y no de Gijón, sino de Oviedo, y otro que si catalán y de Santa Coloma y la de más allá que si de Fuenteguinaldo, en la raya de Portugal. Los americanos no decían que eran de Michigan o los japoneses de Osaka. No conocía entonces la frase de Bismarck, pero creo que alguna vez expliqué a mis amigas polacas que lo típico de los españoles era renegar de su propio país: que eso era lo más español del mundo. Una suerte de denegación que muchos condenan como cantonalismo o reino de taifas, pero que tal vez merezca ser aprovechada y hasta exagerada.

De hecho, quiero creer que era la posición de Aristóteles frente a los afanes imperialistas de Alejandro: la única manera de que eso en lo que estamos sea comunidad y no Estado (Aristóteles se preguntaba con asombro cómo puede uno elegir a quien no conoce), donde no haga falta que las relaciones entre las personas estén jurídicamente articuladas (es decir, que no tenga que haber un tercero que nos diga cómo debemos vivir, a quién amar o cómo enseñar) y nuestras relaciones con las cosas no sean puras relaciones mercantiles. No puedo decirte más acerca de ello, porque entonces lo estropearía: le daría un ser y un estar, y algunos pedirían hasta una hoja de ruta o un programa y hasta objetivos y relación de procedimientos para alcanzarlos. ¡Como si se pudiera saber lo que algo es antes de que lo haya! Los que exigen esas cosas se parecen a los que dicen que han acertado la combinación de números de una lotería. ¡Será que el sorteo ha acertado la combinación!

Así que, hijo mío, recuerda al menos lo que decía tu bisabuela: que el mulo no es de donde nace, sino de donde pace y que el buey solo bien se lame, lo que quizá no sirva de mucho para entender a Bismarck, pero sí quizá a tu pobre padre.

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