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Sin noticias, sin llamadas, sin aliento. La incertidumbre es, en estos casos, un enemigo matador. 

La distancia tiene algo de sanador y de verdugo. Cuando extrañamos, es un peaje infranqueable; cuando nos separamos de algo que nos hiere, puede ser la única manera de prolongar nuestro propio camino. Siempre se ha dicho —y el acervo popular es muy sabio— que tiempo y distancia son los únicos remedios efectivos para un corazón herido. Quizá sea cierto. El problema aflora cuando esos kilómetros vienen impuestos, cuando no se desean o no pueden evitarse. Miles —tal vez millones— de personas viven hoy esta situación: separados por bastas franjas de terreno de aquellos a quienes aman, de aquello que ya nunca más volverán a ser. Y esto no es nuevo. Hoy se llaman refugiados, emigrantes o sencillamente jóvenes (aunque sobradamente preparados) en busca de un empleo que no llega en tierra patria. Ayer, fueron los Niños de Rusia. Así se conocía a los miles de menores que fueron enviados a la Unión Soviética desde la zona republicana durante la Guerra Civil Española. El destino reservaba a estos pequeños más de un revés. Al exilio se unió el triunfo de los nazis, los rigores del comunismo o la miseria más atroz. Y la distancia.

Al menos 230 personas han fallecido esta semana en México tras el terrible terremoto que ha asolado el país; un centenar de ellas en la capital, donde unos 40 edificios han quedado colapsados. Una decena de españoles permanecen desaparecidos. Sus familiares están aquí, a miles de kilómetros y con todo el Atlántico de por medio. El miedo y la distancia se llevan bien: el uno aumenta el sentir del otro. Sin noticias, sin llamadas, sin aliento. La incertidumbre es, en estos casos, un enemigo matador. 

Los Niños de Rusia que siguen vivos son ya casi nonagenarios. A comienzos de los 2000 todavía se contaban dos centenares de ellos como residentes en los territorios de la antigua URSS. Por lo visto, algunos se exiliaron a Cuba en los sesenta y otros volvieron a España, a una España que apenas recordaban y donde, en muchos casos, nadie aguardaba ya su regreso. Durante años, miles de familias habían padecido la distancia, habían muerto de distancia. Allá al este, en tierra extraña como reza la letra del mítico pasodoble, también dolió la distancia, y los besos de pan con aceite, y la recogida de bellotas en el campo y la vara para guardar a los cochinos… y la vida que no se vive porque está lejos.

Otras familias esperan hoy frente a la pantalla. Ansían como un indulto el sonido tubular del Skype abriéndose, rezan aunque nunca creyeran en eso, duermen y transforman el sueño en consuelo. Desean no ser ellos, abandonar la macabra pesadilla, no aparecer en el telediario o hacerlo al final, que es para cuando se reservan las buenas noticias. Se preguntan una y otra vez en qué momento la vida comenzó a ir tan en serio. Desean matar la distancia antes de que la distancia los mate a ellos.

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