“Escriba usted con nosotros. Escriba como una fiera. Escriba sobre temas locales, afines al perfil de la gente que aquí vive”. Eso me dijeron la primera vez.
“Escriba usted con nosotros. Escriba como una fiera. Escriba sobre temas locales, afines al perfil de la gente que aquí vive”. Eso me dijeron la primera vez. Que escribiera en este discreto espacio sobre temas locales. Y me rasqué la cabeza preguntándome cómo hacerles palpitar con historias verdaderas. Me pregunté si hacía falta que yo también viviera en Jerez de la Frontera y conociera hasta el fondo de todos los pozos que viven alrededor de sus campos. Dialogué conmigo mismo sobre si era posible que hubiera un interés más allá de lo local o más allá del estrecho brillo de una copa en la barra de un tabanco. ¿Sería posible?
Me pregunté qué tanto podría hacerles llegar otras historias, escritas con sus mismas y sencillas palabras. Historias que les llegasen hasta su puerta, y que les pegasen un fuerte aldabonazo, tan acostumbrados ellos a los tiempos que ahora se viven en España. Quería traerles historias frescas, recién pescadas en el imaginario puerto de Barbate que es mi cabeza. Historias de alguien que escribe desde hace más de veinticinco años, y se pela las sienes intentando que la palabra no agonice en el mar de la ignorancia.
Hoy reflexiono sobre ello. Ahora que me acabo de cepillar los dientes y la garganta me canta dulcemente como un jilguero. Qué será. Historias para que les lleguen. Ya he contado unas cuantas. No sé cuántos me leen. Quizás el panadero entre en la edición digital del periódico o lo hagan otros lectores invisibles a mi conocimiento. Por lo general, no busco que me lean como una obligación, o como una apelación a la cortesía. A mí me gusta llegar a las personas profundamente, penetrar en sus malditas entrañas y sacarles el corcho hasta tomar el vino de sus inquietudes. Creo que se entiende la metáfora. Amo intentarlo, pero eso no conlleva la obligación de hacerles leer, como muchos escritores creen y se quejan de que no hay público que los lea y vanaglorie como pavos de ventanal.
¿Qué historia les podría contar hoy? Pues una muy sencilla. La del regreso. La que nos parte el corazón a mucha gente de bien que se marcha lejos, y al sentir la llamada del regreso, ese tahúr que late lo hace como si fuera una tamborrada de Calanda.
Faltan poco más de 48 horas para subirme a un aparato con alas y aquí me hallo, escuchando música de charango y letra en aimara. Tan campante. Con las ventanas abiertas para que la estancia se airee. Ventanas que aquí carecen de persianas, para que se vea cuán distinto vivimos según la cultura del lugar. Una alarma de vehículo molesta intensamente, hasta el punto de irritar el amanecer, pero aquí el ruido es una norma casi constitucional, y no hay silencios que valgan, a diferencia de los pueblos castellanos a las seis de la mañana de un día de mayo, cuando las golondrinas y las viejas amapolas siembran sonoramente la canción del campo.
¿Qué piensa el que regresa? Pues pienso más historias de las que cuento. Pienso en compromisos sociales, en las razones que me llevaron hasta este punto, en mi familia, en los apegos, en la nostalgia, en las obligaciones de oficina para el día de hoy, en las susceptibilidades, en el ritmo anormal del corazón como dije anteriormente, en los cardiólogos vitales, en las canciones que escucho y, asimismo, en la rara estirpe de los emigrantes voluntarios, que no forzosos.
Nosotros no salimos en la página de sucesos. Al menos, no todos. Recuerdo que en España se puso de moda hablar de algunos españoles por el mundo, tanto considerados en su totalidad como sus diferentes diversidades. Es decir, también hubo gallegos por el mundo, andaluces por los océanos, catalanes por los mares, aragoneses por los cerros, castellanos por los páramos y cántabros en los campanarios. Las televisiones nos asaltaron con todo ello. De repente emergieron ciudadanos nuestros por todo el mundo, mostrando sus vidas exitosas, viviendo en sus entrañables serenatas y dando de comer a los delfines. El resto de españoles por el mundo desaparecieron. Creo que les hicieron cerrar el pico o no interesaban. Y ahí nos quedamos, viviendo en nuestra firme y bella convicción. Cada uno en su ciudad, o en su pueblo vulnerable, o coordinando proyectos con coraje, o simplemente siguiendo la estela del hombre o la mujer con quien se habían casado.
Las razones que nos llevaron al ocaso emigrante en su mayoría son de sobra conocidas: nuestro país está hecho una puta mierda. Tal y como lo leen. Una puta mierda. En lenguaje castizo, claro y determinante. Sin hipocresías. Por las razones que también conoce hasta el más iletrado. Y cómo hemos llegado al punto citado no es tan complicado mencionarlo pero sí resulta difícil para todos los que dejé el aceptarlo. Les ofende sentirse corresponsables, y que les digas que la miseria de la clase política es el fiel reflejo de la sociedad que los ha votado. Se sienten como si les metieras el dedo en la llaga que más les duele. Pero es que a mí y a muchos también nos duele, y sobre todo a quienes trabajamos con la palabra y nos parte el alma cómo se vive, así como la inacción que padece la sociedad.
Es como si la sociedad que dejé, además de estúpida, tuviera una fuerte conciencia masoquista. Son palabras duras éstas. Lo reconozco. Son palabras calientes, sin esperpento, con una conciencia pelada de tanto taburete. Podrían sentar mal. Pero no es mi intención. Son palabras que desearía se vieran como un despertador a la antigua. Quisiera que mis palabras fueran como duros campanazos. Para que de una vez despierten del estado sublime en que viven y parece no importarles.
Y con ese grito regreso. Con cierta locura. Con un esfuerzo económico fruto del trabajo realizado honestamente, y precisamente en aquello en lo que estudié y, francamente, no tenía toda la intencionalidad de llegar a ello, sino que mis miras siempre han estado en escribir, escribir, escribir y vivir, vivir, vivir con una traza honesta y responsable. Pero la vida del escritor es dura y para salir adelante necesita de una visión a muy largo plazo, salvo que venda su conciencia al poder público y se meta en orgías de reconocimientos y publicaciones de escaso alcance.
Pero ahora que regreso quiero volverles a contar una historia muy breve. ¿A que no saben con la letra de qué canción escribo y en voz de quiénes? Esta es la letra. El manifiesto de Víctor Jara. La canta un grupo que se llama Illapu. Todo viene de Chile, que es un país hermano. Allí tengo grandes personas y hermosos vínculos. Viví en el Parral adrede, hace muchos años, donde nació Pablo Neruda. El caso es que, siempre que regreso, esta canción me rebota como una estrella sincera. Es una canción que me tranquiliza, pero que asimismo se traduce en verdades verdaderas, y no en lisonjas fugaces ni en famas extranjeras, como bien dice.
Yo no canto por cantar
ni por tener buena voz,
canto porque la guitarra
tiene sentido y razón.
Tiene corazón de tierra
y alas de palomita,
es como el agua bendita
santigua glorias y penas.
Aquí se encajó mi canto
como dijera Violeta
guitarra trabajadora
con olor a primavera.
Que no es guitarra de ricos
ni cosa que se parezca
mi canto es de los andamios
para alcanzar las estrellas,
que el canto tiene sentido
cuando palpita en las venas
del que morirá cantando
las verdades verdaderas,
no las lisonjas fugaces
ni las famas extranjeras
sino el canto de una lonja
hasta el fondo de la tierra.
Ahí donde llega todo
y donde todo comienza
canto que ha sido valiente
siempre será canción nueva.