Lola Flores: perpetuo sol de Jerez iluminando La Habana

Testimonio andaluz de un corazón cubano

Luis Hidalgo

MSc. en Ciencias de la Comunicación, con mmención en periodismo televisivo por la Universidad de La Habana. Licenciado en Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual, con especialización en dirección de cine, radio y televisión, por la Universidad de Las Artes ISA, de La Habana, Cuba. Locutor, guionista, editor, director de radio y televisión, con más de cuatrocientos premios nacionales e internacionales. Labora actualmente en la Televisión Cubana. Es profesor de la Universidad de las Artes ISA, de La Habana y del Centro de Estudios de la Radio y la Televisión en Cuba. Compositor, cantante y escritor, miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba UNEAC. Ha publicado 'Danza de crines' (Editorial Comuniter, Zaragoza), 'Todo Música: Confidencias de pentagrama', '22 sonetos para no morir' y 'La Carta de Mélany' (Editorial Loynaz, Pinar del Río, Cuba), 'Directores y Locutores: Notas de acordes en el aire' (Editorial Cúpulas, Universidad de las Artes, La Habana), 'Román Elé y otros relatos' (Editorial En Vivo, Radio y Televisión, La Habana). Autor e intérprete del disco 'Caminos desde mí' (Discográfica Delicias, Zaragoza).

Lola Flores, en una imagen de archivo.
Lola Flores, en una imagen de archivo.

La brocha de Juan pintaba las paredes del hotel, cuando mi maleta tocó el suelo y la pregunta, incapaz de contención, saltó veloz desde mi impaciente garganta:

“¿Alguien sabe dónde está ubicada la casa natal de Lola Flores?”.

Todos, entre bienvenidas por el arribo y amistosos agasajos, lo señalaron… y la noble hospitalidad jerezana lo hizo acudir portando la gracia melódica de Andalucía:

“Que lo sé y yo mismo te llevo… En cuanto acabe mi trabajo te acompaño…”

Dicho y hecho.  

A la vera de aquel hombre sencillo y presto, mi camarógrafo y yo, ilusionados, enrumbamos el lente a donde la Marcha Real armonizó, un 21 de enero de dudoso año, el llanto primerizo, a modo de flamenca desgarradura, de un icono inabarcable, postrera raza, carisma hasta en las lobregueces y heterogéneo coraje.

Desde la isla, mi alma cubana, en su hondura más sagrada, sentía acomodado y sempiterno al Jerez de potros y guitarras, de seres tan amables como los isleños, de jolgorios al por mayor, veneraciones a deidades y vinos de enlazar aliados. Así lo contó La Faraona en sus cantes de ida “cruzando el charco”: simpática reducción popular del Atlántico. Así lo imaginaba yo, en cante de vuelta a la luz del apego. 

Y en efecto, aunque lo parecía, no era alucinación. Allí estaba: “lo mejor del mundo entero”, el barrio de San Miguel, la calle Sol y la puerta por la que Lola salió rumbo a la vida.

Días antes, en Madrid, mi compañero y yo lo habíamos planeado:

“Lo primero será filmar su casa, cantarle en su acera, darle gracias por el arte y pedirle el milagro del retorno…”

Dicho y hecho. 

Nos encontramos en su cuna y, sin que nadie lo oyera, le pedí:

“Tráeme siempre Lola; tráeme siempre…”

Bailó desafiante, enigma total, silueta a trasluz en mi fértil pensamiento:

“Un canto pa' Lola Flores que está en el cielo y olé, con su bata de gitana y faraona a la vez…”

Le entonaba yo y adivinadora bola de cristal entre los dedos, ella vislumbró mis ineludibles y milagrosos retornos a los veraniegos soles del Jerez gaditano. 

“Un canto pa' Lola Flores que está en el cielo y olé…”

Más modulaba mi garganta y sorpresivas voces irrumpían con la certeza de los transeúntes:

“Ole cubanito. Lola está aquí…”
“Ella te ampara…”

Mi canción se elevaba queriendo imitar el ímpetu del mar: beso azul de Yemayá sobre las costas de América y Andalucía, vehemente cabriola como los volantes de la bata de la jerezana…

“…bailando cual torbellino, batiendo palmas al viento, haciendo rumba flamenca en el firmamento… Y olé…”

Y no solo al melodioso influjo de una composición por su memoria, en más de una oportunidad he vuelto, a proferirle gracias, a suplicar regresos y a descubrirla, porque, hasta entonces, cuando Juan nos condujo, solo tenía yo de aquella “mujer alegoría” los retazos de escenarios y latidos, escasos para mi preferencia, que nadaron a contra olas hasta las costas de mi terruño.

La poda, casi radical, que la prensa cubana de los años 60 asestó contra todo lo que oliera a noticia rosa, fue favorable para la focalización del público isleño en una Lola de arte pulcro, total y supremo, aunque jamás logramos percibir, como hicieron los españoles, la totalidad de su abanico interpretativo. 

Esposa de Antonio en el rol de amantísima y fiel mujer y madre de tres hijos… los que nacimos a finales del pasado siglo en la isla grande del Caribe, de la andaluza nunca supimos las sombras de sus amoríos, las lágrimas que a modo de daga, en el plano sentimental y artístico, le causaron heridas, ni los quebrantos del bolsillo a los que tal vez su mano dadivosa y su nulo don de economista la arrastraron.

Para la Cuba en la que nací, Lola Flores era solo la estrella, sin más adjetivos que los cosidos a lo bueno, a lo atractivo, a lo perfecto. Su vida: auténtica historia de copla, nos parecía en las pantallas y en los discos la mejor de las interpretaciones. 

No había una difusión masiva de su canto, ni las listas de éxitos la colocaron en ninguna posición privilegiada. Su timbre no era el precioso y constante eco de Rocío Jurado o Isabel Pantoja resonando por todos los rincones. Sin embargo - lagunas y zonas de silencio aparte - aparecía alguna vez y era imán de ánimos. 

“De la gran escena”: el perdurable musical televisivo, fue el programa que más la presentó, junto a producciones radiales especializadas. No obstante, bastaba una actuación, algunas bulerías hechiceras, el sutil fragmento de un filme donde un mariachi la envolvía, la silueta de Lorca en un poema, el frenesí de un baile… para que Cuba, estremecida y subyugada, rindiera, a los pies de la diva, el aplauso más categórico y honesto.

Nunca fue para nosotros el eco de caudillo alguno, ni el ondear político de una bandera ideológica que no encarnara el más auténtico y raigal arte español: ese que aún fundido a lo mexicano, a las ya mezcladas “cubanías”, a lo latino y del Caribe, jamás careció de sabor, olor y colores ibéricos. 

La jerezana nos resumió, en el desenfreno de sus manos, todos los suspiros de España: la honda y austera Andalucía de patrimoniales palos y cuerdas, la Sevilla de melismas en coplas fascinadoras para las Américas, y el Madrid majestuoso de excelsos espectáculos, películas y canciones.

Aun cuando los filmes la captaban redundante en roles estereotipados del lúcido y genial carácter andaluz, ella los salvaba con un encanto arrollador. Naufragaban el acabado fílmico y los guiones y Lola respiraba náufraga sobre tablas de glorificaciones desde muchedumbres entusiasmadas.

Dicen que era nube blanca y sombra de fuego… abemolando, sin proponérselo, el fulgor de otras estrellas. Tal vez por eso, casi todas sus contemporáneas quedaron rezagadas en cuanto a querencia e idolatría en mi país. 

Tres veces bajó del cielo para enterrar la semilla de sus virtudes hasta en los resquicios más insospechados de las arterias habaneras, donde hoy, vitalicia, su voz no se cansa de surcar el aire febril del trópico, incluso en la mímesis de los transformistas.  

Pero en los años 1952, tras el primigenio canje de amor con el público capitalino asistente a los teatros América y Payret… y 1956, cuando el mes de las flores le perfumó delirantes ovaciones en el Cabaret Montmartre… o el veraniego agosto la divisó fugaz junto a su hermana Carmen… también la Faraona tuvo excepcionales cuestionadores que se alarmaron con las frases subidas de tono y los chistes cuajados de picardía con los que aderezaba los segmentos de diálogos entre obras musicales.

No obstante, los castos dardos de la crítica nunca superaron los vítores, ni mancillaron el juego cómplice de la artista y las multitudes. Tampoco desdibujó su reverenciada aureola el ser la presa procurada por un cazador gigolo a través de peligrosos andares dentro y más allá de los límites isleños.

Conoció a Benny Moré “El bárbaro del ritmo”, se rumora que participó en un homenaje a Rita Montaner “La única” y consiguió que su repertorio pasara de escenario en escenario, en versiones de todo tipo, incluso cubanizadas, mucho tiempo después de su partida.

La colina del Hotel Nacional: histórico abrigo de famosos, la asomó a Yemayá, quien trajo a sus ojos el beso azul que la orisha, sobre las costas de América y Andalucía, dispensa a los malecones en un vehemente baile, como el de los volantes de la bata de la jerezana. Tal vez, por el hechizo de la diosa del mar: a veces mansa, luego irredenta danzarina arrebujando el cuerpo de la isla, Lola dijo lo mismo que Federico: 

  • “Si me pierdo, que me busquen en La Habana”.

Al cruzar el umbral del paradigmático edificio, a la derecha, en una pared, la imagen de la cantaora evoca su habitación y la ubica entre los ilustres personajes que pasaron horas de sus existencias bajo los célebres techos: miembros de las realezas, presidentes, políticos, escritores, deportistas invencibles… y la hija de Cádiz.

Y es que Lola Flores, semejante a todos los mitos, vuela sobre el reloj y sobrevive todavía entre sombras y luces, subterráneos y cumbres, inclemencias y cosmos luminosos. Con total franqueza, apuesto por los segundos: por cada palmada de fidelidad a quien, imperfecta en su perfección, abrió una escuela mundial donde beber un estilo único, a golpes de irrepetible taconeo, de personalísimo estremecimiento del cuerpo, de alas por manos y garganta de rajadura sublime.

Se erigió en la autora de su leyenda y por alguna razón mística, tal vez telúrica, parecen ser más los lectores que acuden a probar la miel de sus terremotos en letras.

Igual que varias veces ella “cruzó el charco”, mi instinto constante franquea los cielos del Atlántico y repasa la tarde de brocha y hotel, maleta al suelo y pregunta al aire, arribo y asombro, incertidumbre, descubrimientos y canto… 

“Jugó sus mejores cartas y atrajo al mundo...”

Le entono de nuevo en el barrio de San Miguel, frente a la casa natal:

“América la hizo reina en copla y cajón…”

 Retumba, entre las frases de la trova mía, la certeza de los transeúntes:

“Ole cubanito; Lola está aquí…”
“Ella te ampara…”

Más modula en remembranza mi garganta:

“… la sangre hierve en mis venas y es mi raíz española que se convierte en canción…”

Melodía y verso se elevan queriendo repetir el ímpetu del mar y me imagino, a la vera de mi camarógrafo y de Juan, pidiendo:

“Tráeme siempre Lola, tráeme siempre…”

Ahora, sin embargo, no estoy frente a la primera puerta de su vida, sino en la colina del Hotel Nacional, rastreando las antiguas huellas de la entrañable estrella y el eco de mi composición a su memoria me rasga una vez más el celofán del sentimiento con el mismo propósito que en aquel memorable verano:

Me asomo a Yemayá, descubro en mis ojos el beso azul que la deidad dispensa sobre las costas de América y Andalucía y el malecón habanero reluce, acompasado por vehementes cabriolas de danzarina, como los volantes de la bata de la jerezana.

Es el remedo transmutado de otra frase lo que me brota, con la misma transparencia de mi coro en la calle Sol: 

“Si me pierdo, que me busquen en Andalucía”.

Entonces, por los caminos de mi fértil pensamiento, se aparece Lola: enigma total, en una invitación de silueta a trasluz y vislumbra de nuevo mis ineludibles y milagrosos retornos a los soles gaditanos. Comprendo finalmente que fue ella, adivinadora bola de cristal en manos, la causa más rotunda, no solo de mi devoto gesto a lo español, sino de que sienta yo sembrado a Jerez, en la hondura más sagrada del alma.

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