Lo fugitivo

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Quizás los mejores poemas son los que se escriben para aquello (amores, días, jardines…) que pasó y no volverá. Los rapsodas del futuro y el progreso, o que exaltan las dichas de un presente glorioso, difícilmente alcanzan la madurez metafísica si no aciertan a cribar sus escenas por el filtro cegador de la transitoriedad, estampándoles su sello de irremediable derrota. Cierto que el verso se inició con el cantar épico, pero se trataba de una regla mnemotécnica para no olvidar los antiguos mitos y aventuras, las gestas increíbles de un tiempo que no sólo fue, sino que no puede (la inercia de las edades obliga) ser de nuevo. Las bondades de Felipe II o Luis XIV también pasaron, contrastan  los clarines que sonaron con el sosiego de sus sepulcros, y sin embargo las odas de sus panfletistas nos dejan aún más fríos, hoy, que a ellos. Hay cierto barbarismo, un deje rudo y marcial, en la poesía épica. Acaso en toda la que exalta hasta la histeria lo que de antemano estremece la sensibilidad: el rostro sublimado de la amada, la penosa elucubración de la Patria, la sumisión al brillo de la Deidad... Más sano resaltar el fino barniz de lo que apenas emerge a la realidad o ya se desprende de ella, aun a costa de no compartir mesa con nadie: la emocionalidad atorada de las multitudes siempre preferirá una buena historia de amor. Y si, como en algunas tradiciones de Extremo Oriente, se evita al sujeto, tanto mejor. Ya es hora de que se dé voz a las cosas, y no sólo a lo que me parecen ellas a mí. La poesía más honda es un canto a lo extraviado, ya durase lo que un relámpago, ya fuese eterno como un verano. Es una resistencia a la ley natural de la descomposición. Kierkegaard pensaba abrir su obra más conocida con las palabras: "Escribes ¿para quién? -Escribes para los muertos, para aquellos que amas en el pasado. -¿Me leerán, pues? –No”. Fiel a la idea, se quedó en balbuceo. No por el ingenio de la rima o la riqueza de imágenes, que tanto iluminan como oscurecen, podría elevarse la poética sobre las otras artes, sino porque representa a un ser, el humano, que se afana y se desvive por hablarle a aquello que ya no puede oírle. He ahí nuestro aullido en la oscuridad. Uno de los Cuentos de Ise, del Japón del siglo X, lo expresaba así:

La luna no es la misma, la primavera no es ya la primavera de ayer.

Solamente yo no cambié

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