“Pero si yo controlo”, “puedo dejarlo cuando quiera”, “no pasa nada si un día no me meto”. Si oímos alguna frase similar a esta cantinela manida, lo más probable es que nuestro primer pensamiento se deslice hacia el sórdido mundo de las drogas y sus trágicos efectos. No obstante, si abrimos un poco el círculo semántico, nos daremos cuenta de que no son solo las sustancias estupefacientes las que nos pueden empujar a la estupidez de la inconsciencia aguda.

Todos los comportamientos adictivos son susceptibles de hacernos caer en el tópico del autoengaño, y de ahí su poder. En general, este tipo de pautas suelen tener como basamento esencial la vanidad humana, el exceso de confianza en una supuesta autogestión consciente y profunda de lo que somos y lo que hacemos. Honestamente, el proceso de introspección no es tan agudo, ni tan real hoy en día.

A pesar de las falsas presunciones, no llegamos a saber del todo cómo somos o a dónde queremos encaminar nuestros pasos y por qué. De todas formas, tampoco parece que nos inquiete demasiado, ya que nuestro mundo es otro, un universo que sentimos controlado porque se basa en la inocente creencia de la potestad democrática, de la libre elección. El mundo donde pasamos gran parte de nuestras horas de vida es una realidad virtual, un “tercer entorno”, en palabras de Javier Echevarría. Según esta teoría, la existencia del sujeto contemporáneo discurre entre un primer entorno, caracterizado por la vida natural y el núcleo familiar; un segundo entorno, en el que destacan las relaciones laborales y el contexto urbano; y un tercer entorno, el virtual. Es en esa especie de dimensión terciaria donde habita nuestro yo virtual, nuestro avatar. Mientras que en el primer y segundo entorno, los sujetos necesitan comer, dormir o relacionarse, el yo del tercer entorno puede y debe estar siempre disponible, permanentemente on line.

Ese yo es el que contesta nuestros correos electrónicos, sube fotos a Instagram, comenta desde su perfil en Facebook varias veces al día, tuitea, retuitea y actualiza por que le toca y le vuelve a tocar. Es una ocupación que no tiene horarios, ni filtros, ni conoce de vacaciones, descansos o temporadas sabáticas. O tuiteas o estás muerto. Poco parece importar tener o no algo valioso que comunicar, pues se impone la lógica de McLuhan: “el medio es el mensaje”. Todo es continente —no precisa ser más— y el contenido es, en la mayoría de los casos, intrascendente, prescindible, vacuo y superfluo. 

En las redes sociales, el sujeto se transforma en objeto —fotos, comentarios, enlaces, noticias, campañas y un interminable “etcétera web” a través de la sacrosanta religión del hipervínculo— para proyectarse como sujeto. Para solicitar la complacencia del respetable, la aprobación de la comunidad, hay que ser el más progre, el más solidario, el más viajero, el más “cultureta”, el más informado y, cómo no, el más atractivo.

Tanto si lanzamos besos a la cámara, como si posamos en traje de baño o fotografiamos lo que nos estamos zampando, estamos vendiendo lo que queremos ser, lo que entendemos que nuestro yo virtual debe ser para estar a la altura de una vida que parece cualquier cosa menos la nuestra. Pero, por supuesto, podemos dejarlo cuando queramos.

Para comprobar esa enorme independencia que tenemos con respecto a las redes sociales basta con manejar algunos datos. Cuando en octubre de 2014, Facebook adquirió WhatsApp, el servicio de mensajería móvil más popular del mundo, realmente estaba comprando el acceso a sus 600 millones de usuarios. Toda una migaja si tenemos en cuenta que la red social creada por Mark Zuckerberg cuenta con unos 1.320 millones de usuarios activos al mes. Facebook, que ya había comprado Instagram por un billón de dólares en septiembre de 2012, se convertía así también en propietaria de la aplicación más popular de la telefonía móvil.

Paradójicamente, las autoridades europeas permitieron la operación por entender que no se estaba propiciando una situación de monopolio al existir otros competidores como Line, Viber, iMessage o Google Hangouts (varios de los cuales comparten, por cierto, accionistas y sinergias con Facebook). Apenas tres días después de que se conociera la operación de compra de WhatsApp, el servicio se suspendió quedando inactivo durante más de dos horas. A lo largo de los interminables 120 minutos de inactividad de la aplicación, la plataforma berlinesa Telegram, muy similar en sus características, se bloqueó también ya que llegó a registrar la insólita cifra de 100 descargas por segundo. Este comportamiento de los usuarios, nada enfermizo ni adictivo como puede comprobarse —y que denota unas grandes dosis de autocontrol—, resulta esclarecedor en muchos más sentidos de los que me atrevo a admitir. 

Por lo tanto, no pasa nada si hoy no me meto… solo que no sé qué hacer mientras espero el autobús, cuando voy en el metro, durante las pausas en el trabajo —o mientras se supone que trabajo—, cuando llego a casa, en la cola del supermercado, cuando me relajo por la noche, cuando abro los ojos… Si Ortega y Gasset dijo que la filosofía no servía para nada salvo para entender el mundo y la vida, hoy en día las redes sociales no sirven para nada, salvo para construir el mundo y la vida, la vida que nos vive a nosotros.

En ocasiones, es muy difícil estar a la altura de ella, ser así de guapos, interesantes y bohemios, así de comprometidos e ingeniosos todo el tiempo. Resulta agotador. En el universo del “me gusta” no hay lugar para lo negativo, de ahí el poder seductor de lo virtual, una dominación inteligente (smart) que se ejerce de la más efectiva de las formas: mediante la falsa y entusiasta ilusión de libertad.

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