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No es nada novedoso, pero, a través de una persona cercana, me llegó hace unos días un corto realizado en un centro educativo catalán: 'Entre maestros'.

No es nada novedoso, pero, a través de una persona cercana, me llegó hace unos días un corto realizado en un centro educativo catalán: Entre maestros. Confieso que hasta me sorprendió la recomendación, porque yo lo había visto hace ya dos años, por lo menos; pero claro, seguramente es por deformación profesional. Resulta que un profesor de Física y Matemáticas, en una población barcelonesa, se atreve a convertir el aula en una especie de laboratorio, donde experimentar el mundo emocional de los adolescentes, y resulta que tiene éxito. Este profesor inyecta motivación en los chicos a través de un proceso que busca el descubrimiento de lo que hay de esencial en ellos. Le dedico un rato y escucho cómo expone el porqué de su método de enseñanza y me reconozco en esa necesidad suya de encontrar un camino diferente para llegar a los jóvenes alumnos.

Como él, aunque salvando las distancias, claro está, me empeñé, en un tiempo ya algo lejano, en salirme del método expositivo de un centro universitario, para que los estudiantes entendieran que la Ética, mi materia, no es un discurso teórico, ni un listado de autores y conceptos para aprender de memoria. A veces pienso que quizás sea esa una de las razones de que tanta gente, después de pasar por las clases de Filosofía, haya olvidado en qué consiste ser una persona decente y ahora, cuando alguien es acusado de cualquier atropello a la más elemental ética, sólo se le ocurra decir que no está fuera de la ley. Total, que, según esa perspectiva, si algo es legal ya está, no hay ningún problema.  

Pues contrariamente a esa idea, siempre he entendido que enseñar Ética es hablar de la vida misma y que no sólo tiene que ver con cumplir la ley, con los razonamientos, los principios y las sesudas discusiones entre distintas escuelas filosóficas. Que no, que no es sólo eso. La Ética, principalmente refiere a la forma en que cada cual afronta sus decisiones, resuelve sus conflictos morales y es capaz de argumentar sobre el porqué de sus actos más cotidianos. Pero claro, cuando decidí que era así como yo quería enfocar mis clases, sabía que estaba tomando un camino desconocido para mí y por eso mismo me podía perder. Por otro lado, intuía que estar ahí, expuesta, improvisando, atendiendo a la experiencia vital de mis alumnos, me ponía en una situación poco cómoda. Estaba segura de que al final saldría malparada. Pero era lo que me pedía el cuerpo. Dicho de un modo menos coloquial: necesitaba hacerlo, necesitaba volcar las cosas que yo iba aprendiendo de la vida en el aula, y mostrar a los estudiantes que por más códigos, leyes o normas que se encontraran en su tarea profesional, no habría dios que les salvara de tener que decidir por sí mismos el camino más recto. Casi nada.

Así que tenían que experimentar, al menos en un espacio casi de laboratorio, o sea, en el aula, lo que era tomar decisiones moralmente relevantes, identificar sus conflictos, saber poner nombre a lo que sentían al tener que defender sus posturas, y poder asumir las consecuencias de sus actos. Porque lo más peliagudo de este tipo de decisiones que nos afectan en lo más profundo y ponen a prueba nuestra consistencia moral y ética, es el dolor o el daño que podemos hacer a terceros. Sin olvidar que también nosotros podemos salir malheridos cuando traicionamos lo más valioso que tenemos: nuestros valores.   

Así que me empeñé en trabajar no sólo con las ideas, sino con las emociones. Y no es cosa fácil, pero sí un camino de aprendizaje que las personas que se dedican a la educación deberían experimentar en algún momento. Yo lo hice y aprendí muchísimo. Y mis alumnas pudieron comprobar el poder que tiene una novela, o una buena película para plantear problemas morales de los de verdad; de esos que nos ponen muchas veces en un callejón sin salida. Los veía disfrutar con las lecturas que les recomendaba, pero lo más importante era que acababan el curso sabiendo identificar en una historia humana en qué consiste la verdadera moralidad y eran capaces de comprender qué es y qué no es justificable éticamente hablando.   

Y mira por dónde, esta mañana, leyendo a Victoria Camps, una filósofa actual, responder a un periodista sobre cuál debería ser el método de enseñanza para que los estudiantes se motivaran y, sobre todo sacaran provecho del trabajo en las aulas, me ha venido a la memoria todo esto que cuento. Y es que la profesora viene a decir más o menos eso que yo pensaba y practicaba hace ya quince años. Y he sonreído con sus palabras. Sí, he sonreído porque aquello que yo pensaba entonces, y que sentía que estaba alejado de lo que se solía hacer en las aulas, ahora resulta que es lo que se lleva. Que ella, una profesora jubilada, de vuelta un poco de todo el mundo académico, reconoce que en la Ética lo importante es eso: llegar a los sentimientos. Y va y defiende algo que para mí estaba clarísimo ya en los años 90: que una novela o una película resultan muy ejemplarizantes, y son más capaces de hacer reflexionar sobre la ética, que un tratado filosófico, con perdón. ¡Bravo, Victoria! Y me he puesto muy contenta, para qué lo voy a negar, aunque un regusto amargo también confieso que me ha llegado. Tanto sufrir...he pensado, tanto preocuparme por si lo que estaba haciendo en mis clases era una locura de alguien que no tiene mucha idea de Filosofía... En fin... son las cosas que vienen a perturbar esta pseudo jubilación de la que disfruto, y vuelven a conectarme con mi vida pasada.

Como podréis suponer, al hilo de estas reflexiones, no he podido evitar pensar en todo lo que está pasando en estos últimos meses en los juzgados. Por allí vemos pasar a financieros, hombres de empresa, políticos de todo signo, y hasta gente que dice tener sangre azul. Hay días que no doy crédito a lo que oigo y me sorprende que se hable tanto de responsabilidad política o penal, y tan poco de responsabilidad moral. Ya sólo preocupa la necesidad de normas, códigos, acuerdos o consensos. Ni una palabra sobre la ética personal, que va mucho más allá y que no necesita de documentos ni exigencias administrativas o legales. Con eso quieren acabar con la corrupción y con las conductas poco edificantes de nuestros representantes, empresarios y por qué no decirlo, de ciertos periodistas y grupos de comunicación. Como diría una amiga mía: ¡Flipo! No hace falta que explique qué opino sobre el particular.

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