La historia de la criada

Una trabajadora del hogar, en una imagen de archivo. FOTO: MILENIO.

En España el cuento de la criada es más una historia que un cuento, una historia todavía no contada, oculta e invisibilizada.

Tras las películas de Gracita Morales, en los años 60 del siglo pasado, la historia de la chacha, la criada, las que vienen a servir de los pueblos de Andalucía o Extremadura, a la gran ciudad, es la historia de miles de mujeres que buscando una vida mejor emigraron como “chica para todo”.

A la criada venida del pueblo, lo que hoy llamaríamos el mundo rural, les costaba habituarse a la vida en la ciudad y a la utilización de los primeros electrodomésticos. Mujeres sin estudios, rudas, sólo preparadas para el trabajo duro.

También eran retratadas como mujeres “de las de toda la vida, limpias y decentes”, que sabían cuál era su sitio y papel en la vida, sin grandes pretensiones y sin más ambición que casarse con un novio que estaba en la mili o era aprendiz de algún oficio.

Lo que me parece sorprendente es que, tras el estereotipo y la burla fácil, siguen ocultos cientos de historias de vida. Una historia no contada de aquellas primeras mujeres trabajadoras de los sesenta y setenta, llenas de historias de superación y también de dolor, con horas de interna en casa bien, para las que tenemos que servir.

Las películas dejaron de representar a la criada con su cofia y su vestidito negro con encajes y fruncidos, igual que dejaron de representar el manual de la buena esposa del franquismo, con sus recomendaciones para mantener al esposo feliz.

Muchas veces fueron aquellas muchachas de pueblo, solteras y horadas las que recordaban a las nuevas mujeres de la nueva clase media su sitio en el mundo, su frivolidad, su falta de dedicación a la familia y al hogar, señoras y criadas ese era el dilema.

Aquellas películas dejaron de realizarse, pero las criadas siguieron existiendo, llegaron las mujeres de Filipinas, Europa del Este y Centro América, a la Moraleja, Puerta del Hierro y a los barrios residenciales de la nueva clase media alta, como internas 24 horas, con disponibilidad absoluta y una tarde libre a la semana.

Eso sí, les cambiamos el nombre, la terminología de chacha o criada ya no eran adecuadas a los nuevos tiempos de la democracia, servicio doméstico era mucho más moderno.

Desde entonces y después de años de idas y venidas con una normativa que las excluía del régimen general de la seguridad social, hoy las personas trabajadoras incluidas en el “Sistema Especial para Empleados de Hogar” siguen teniendo peculiaridades difíciles de sostener a estas alturas del siglo XXI.

Siguen subiéndose en los autobuses cada mañana para llegar desde los barrios obreros de nuestras ciudades al centro o a las zonas del norte, a las zonas residenciales de clase media, con sus zapatos 24 horas y su pequeña mochila con el agua y el bocadillo.

Siguen estando precarizadas, mal pagadas, siguen siendo invisibles, sin dar de alta en seguridad social, con tres o cuatro casas a las que acudir cada semana, mujeres migrantes que siguen sin papeles y sin derechos, mujeres sin desempleo, mujeres sin sindicatos ni organizaciones que las representen y luchen por ellas.

Y después de todo esto, la principal peculiaridad de la historia de la empleada de hogar en la actualidad es la falta de debate, la falta de visibilidad y la falta de presencia en la vida social y política; cuando tanto se habla del trabajo precario, de la brecha salarial, de las kellys, es curioso que ya nadie hable de las trabajadoras del hogar.

El debate no me parece menor, se dan condicionantes de género, clase y origen, pero sigue sin hacerse la eterna pregunta: ¿quién limpia la casa de la limpiadora?

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