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Nada ni nadie tiene el poder de otorgarnos la felicidad eterna. Por suerte.

Una cruz es, como todos sabemos, una figura formada por dos rectas que se cortan perpendicularmente.

Si hiciéramos una transposición biográfica, podríamos comparar la comprensión de una persona en un momento determinado de su vida como el cruce de dos líneas. Una  vertical que recorrería la transmisión hereditaria de abuelos, padres e hijos. Otra horizontal constituida por las relaciones “entre iguales” actuales, y aquellas que hemos tejido a lo largo de nuestra vida: hermanos, camaradas de pupitre, pandilla, novias, parejas, cónyuges, compañeros de trabajo y de diferentes “cofradías” (sociedades, clubs, ateneos, colegios profesionales, asociaciones…).

Pero claro, no todos los elementos tienen el mismo peso para cada persona aunque tanto la familia de origen como la familia nuclear son dos sistemas definitivos en el intento de comprensión de cualquier persona. Es en la intersección de ambas líneas en donde encontramos el mejor conocimiento de lo que una persona es en cada momento. Qué es y quién es. Y qué sentido tienen los síntomas actuales (tristeza, ansiedad, miedo, ideas obsesivas, violencia…) que se han adueñado de su comportamiento, y su relación con su vida presente y pasada. Lo que se denomina un diagnóstico bio-psico-social.

No deja de ser curioso el hecho de que sea precisamente una “cruz” el símbolo que explique lo que en verdad somos y el peso que este símbolo tiene en nuestra cultura occidental y en nuestras creencias. Como si nuestro destino fuese cargar con la herencia de nuestros padres y abuelos (madero largo vertical) y con la experiencia de nuestros hermanos y compañeros (madero corto horizontal). Y como si la trasmisión generacional fuese un rosario de cruces engarzadas una a otras en un infinito vía crucis.

Aunque si fuera así, las cosas podrían tener una explicación suficiente y, sobre todo, prevista. Pero hay un elemento que introduce incertidumbre en esta cadena: la libertad personal, la individualidad de cada uno. Es verdad que somos nuestra herencia y nuestra experiencia…pero no de una manera absoluta. Existe un pequeño  y débil resquicio en nuestras vidas que nos permite decir: “Ya no puedo (ni quiero) vivir así”. Y aunque no somos absolutamente libres, tampoco estamos absolutamente determinados a hacer (ni a sentir) lo que hacemos (ni lo que sentimos). Es más complejo. Tiene la vida un poco o un mucho de incertidumbre y de azar. No todo está dicho. En alguna medida, nuestra vida está en nuestras manos. Por eso hablamos de culpas, de responsabilidades, de objetivos, de metas, de fracasos y de éxitos, de tristezas y de alegrías, de sabores y sinsabores…

¿Y no forma parte constitutiva el sufrimiento de la vida? ¿Y no debemos al mismo tiempo luchar para que la vida sea más fácil para los demás y para nosotros mismos, es decir, para que el sufrimiento sea menor? ¿Qué es la verdad, esto o lo otro? Las dos cosas. ¿Es inevitable el sufrimiento? En cierto sentido, sí. ¿Es evitable el sufrimiento? En cierto sentido, también.

Pero, insisto, no le demos tantas vueltas a la palabra “felicidad” porque después del manoseo que le hemos dado en el siglo veinte ha quedado vacía de contenido, si es que alguna vez lo tuvo. Hablemos de vivir con dignidad, con generosidad, con alegría, con pasión… hablemos de vivir…deportivamente. Y no tanto de si un coche, una casa, un hijo, un padre, una madre o, sobre todo, un príncipe azul o una princesa rosa nos van a otorgar la felicidad eterna. Nada ni nadie tiene ese poder. Por suerte para nosotros y por suerte para los demás.

La felicidad no existe…más que idealmente en nuestra imaginación (eso, al menos, dice Kant). Por eso cada uno la pinta del color que se le antoja y tiene, por ello, un contenido singular y arbitrario. Y, por eso, es inútil perseguirla. ¿Tiene la felicidad el mismo contenido para un esquimal o un bosquimano, una mujer o un hombre, un joven o un viejo, un pobre o un rico? No lo parece. Otra cosa son las condiciones para poder dirigir la vida con cierta dignidad y alguna libertad. Y el esfuerzo que ello nos exige. Tomar las riendas de tu vida en tus propias manos no es tarea fácil. En cierto sentido es una cruz, un esfuerzo. Con sus recompensas, desde luego. Pero lejos de creer en cuentos chinos o en cuentos de Walt Disney, lejos de soñar una vida en rosa.

Sabemos que hay personas que tienen una vida dura, muy dura. Por sufrimientos materiales y por sufrimientos espirituales. Vidas a las que nos tenemos que asomar de rodillas. Merecen un respeto y un reconocimiento. Deberíamos de dejar de frivolizar un poco con esta tontería adolescente de príncipes azules y princesas rosas, de serpientes amables, de guerras humanitarias, de paraísos terrenales. La Tierra, para las tres cuartas partes de la población de humanos, es un planeta inhóspito. Con que no lo empeoremos, ya es bastante. ¿Felicidad? Vamos a dejarlo en dignidad y, si se puede, un poco de alegría y de contento con uno mismo, de tranquilidad, de sosiego, de generosidad.

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