La ciudad de la luz

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Las revistas de viajes nos pintan la ciudad india de Benarés (Varanasi) como un pacífico retiro espiritual donde uno se relaja en las escalinatas más bellas del mundo (los “ghats”, que dan al Ganges) y conversa al calor picante de un chai con yoguis harapientos. No exagero si digo que Benarés puede ser, también, una de las ciudades más agobiantes y hostiles para el extranjero, aunque lo es igualmente para el viajero indio en cuanto mendigos, farsantes o niños de la calle detectan su acento y su vestimenta.

No le adiviné un rostro muy humano ni siquiera para sus propios habitantes, las dos veces que he arribado a su desvencijada estación de ferrocarriles, coronada por una onírica rueda del Dharma eterno. Si el tráfico de Delhi, la capital del imperio, pone a prueba los nervios del visitante, no le envidia mucho el de las ciudades del estado de Uttar Pradesh, el corazón de la India, que suma él solo unos 200 millones de habitantes en la mitad del área de España. Recuerdo estar sumido en el confuso bullicio del Chowk (el cruce principal) y atisbar cómo un rickshaw a pedal caía al suelo en una maniobra súbita para abrirse camino entre el enjambre de vehículos. Una mujer de colorido sari (valiente epíteto) se había abierto una herida en la cabeza y apretaba entre sus brazos a un bebé que lloraba, su llanto apagado por el estruendo de los cláxones. Los viandantes se aproximaron para ayudarles a incorporarse y el conductor se dio en fuga. “Esto es Benarés”, me dijo alguien que pasaba por allí, señalando al ciclista que se esfumaba entre el tráfico, camuflado perfectamente con su rickshaw y su bigote: “aquí nadie paga por lo que hace”. El tipo aprovechó para acompañarme un rato, tratando de congraciarse conmigo, y acabó insistiéndome en que le comprase “marijuana, sir”, pero yo ya sabía que eso era Benarés.

Nadie paga por lo que hace en Benarés porque basta ser incinerado en sus crematorios y esparcir las cenizas en el Ganges para que cualquiera alcance la liberación del dichoso ciclo de las reencarnaciones. Dichos crematorios funcionan las 24 horas del día desde la noche de los tiempos, a lo que quizá se deba el antiguo nombre de Kashi, "la ciudad de la luz". Como el Ganges, que se divide infinitamente en un complicado delta (el llamado Sundarbans, en Bangladesh) antes de fundirse con el océano, las almas de la miríada de seres cuyos restos son arrojados en el río sagrado se disuelven en el brahman absoluto. Son dignos de ver los miles de pecadores que cada amanecer hacen gárgaras y abluciones con el agua macilenta o se sumergen en ella entre niños, bueyes, barcazas y nubes de ceniza. La salvación no será higiénica, pero sustituye a eones de renacimientos desdichados en subterráneos purgatorios, el reino animal, las temibles ciudades de los bárbaros o el cuerpo de uno de los mendigos y lisiados que se apilan en las escalinatas de la ciudad santa.

Pero el que algo quiere, algo le cuesta: Dios se vende y se compra en Benarés. Todo, desde el tipo de madera sobre la que arderá tu carne (hoy se prefiere la cremación industrial) hasta los servicios litúrgicos del brahmán que oficie tus ritos funerarios, influirá en el último salto con pértiga del alma. El Dios al que todos mendigan unos gramos de eternidad es Shiva, que se esconde en cada rincón de la ciudad en forma de lingam, esa especie de columna roma que para algunos lo es de procreación y energía fálica y para otros representa, en su abstracción, la ausencia de atributos de Dios.

Pero este Shiva no es el amigable “Señor de las bestias” (Pashupatinath) de Katmandú, tampoco el cósmico “Señor de la danza” (Nataraja) de Chidambaram ni la columna de fuego interdimensional (Annamalaiyar) venerada en Tiruvannamalai. Este es el Shiva de los criminales, de los ateridos, de los desesperados, de los cansados de existir. El mismo Shiva que junto al Ganges me maldijo con una futura enfermedad, por boca de un joven sin escrúpulos, por negarme a ayudar con unos pocos cientos de dólares a las familias de los fallecidos que el muy pillo decía representar.

Las amenazas forman parte de la peculiar hospitalidad de Benarés, a poco que uno dé conversación a ciertos personajes siniestros que pululan por los ghats, y a veces se cumplen. La mía me condenó a varios días encamado junto a los crematorios, respirando el aire de la muerte y fantaseando si el Ganges no me estaría llamando antes de tiempo. Al caer la noche emergía al laberinto de callejuelas sin iluminar para echarme un bocado cuidadosísimamente escogido a la boca y oír lecciones de una mendiga. En aquellos días era la fiesta del Diwali y se podían ver en las escalinatas del río teatrillos populares sobre las epopeyas antiguas. Actores con voz chillona y un atrezzo infinitamente remendado interpretaban las hazañas de los héroes y dioses de aquel tiempo que, aun siendo sueño como todos los tiempos, era menos pesadillesco que este.

No mienten las revistas al publicitar que todo el que aspira a viajar a Benarés obedece una llamada de la eternidad. Se dice que es la ciudad más antigua del mundo. La arqueología tiene pruebas de un asentamiento humano en la zona en torno al siglo veinte antes de Cristo. Algunos textos de hace (sólo) un par de milenios, cuando quieren situarnos en un tiempo indeciblemente antiguo, hablan de “cuando Brahmadatta reinaba en Benarés”. Aquel tiempo antecede a Gandhi, antecede a Kabir, antecede a Gurú Nanak, antecede a Cristo, al Mahavira o al Buda  (todos los cuales, menos quizás uno, visitaron la ciudad); antecede  a la aparición del ser humano, a las eras geológicas, al Big Bang, al universo que se desintegró antes de que el actual universo surgiera, y al que precedió al que lo precedió…

Según estos relatos, hace muchos universos, cuando Brahmadatta reinaba en Benarés, ya había brahmanes en Benarés, y había intocables en Benarés, y había vacas sagradas, y había ancianos escupiendo betel, y había callejuelas bloqueadas por la basura, y había aghoris merodeando por los crematorios en busca de un trozo carne humana, y había  princesas curioseando por las tiendas donde se vende la seda más célebre del mundo, y había niños descalzos sin un mísero chapati que llevarse a la boca, y había templos de cúpulas de oro, y había músicos errantes que animaban los cruces de caminos, y había idolillos en cada rincón, y había mercados relucientes de joyas y de la pintura que las imitaba, y había viudas fantasmales vestidas de blanco, y había pandillas de monos batallando por los tejados, y había moribundos esperando su último suspiro entre muros en ruinas, y había sabios, como los hay hoy, que escaparon al sufrimiento del mundo.

Benarés es la que es, es la que fue y poco importa que me agrade o no: sé que volveré. No una vez, ni dos, ni tres veces. Ni veinte, ni cincuenta, ni ochenta, ni cien, sino miles de millones de veces. Sólo espero que no infinitas.

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