En diciembre del año 2001, Argentina vivió uno de los episodios más negros de su historia contemporánea. El gobierno de Fernando de la Rúa restringió la disposición de efectivo de cuentas corrientes y cajas de ahorros a millones de ciudadanos, impidiéndoles así el acceso a su propio dinero a través del bloqueo de los depósitos. La desesperación se apoderó de una nación en la que se había declarado el estado de sitio, en la que el gobierno se ahogaba por el peso de la deuda externa o en la que el déficit fiscal superaba límites históricos...

Como es bien sabido, Argentina venía arrastrando esta situación a lo largo de todo el mandato del polémico Carlos Menem, durante el cual se privatizaron o externalizaron la inmensa mayoría de las empresas estatales y la corrupción campó a sus anchas por la Casa Rosada. Esta fuerte crisis de comienzos del siglo XXI fue conocida popularmente como “Corralito”, en alusión al término que allá designa al parque con barrotes donde se coloca a los bebés para que jueguen mientras están protegidos. De ese recinto enjaulado, el niño no puede salir, así como tampoco podía hacerlo el capital de los argentinos, atrapado en las arcas de la banca e inmovilizado por voluntad del poder político.

En medio de un clima de indefensión y rabia, las calles se llenaron de coreadas consignas de indignación, ruidosas protestas y multitudinarias manifestaciones de repulsa; pero sobre todo las invadió un grito de hastío tan unánime como civil: “¡Qué se vayan todos!”. La película documental Memorias del saqueo (Fernando Solanas, 2003), que retrata este dramático conflicto, empleó con tino el testimonio de una manifestante —por edad bien podría tratarse de una abuela— que mostraba su desesperación con una profunda y serena dignidad. Dejaré pues que sus palabras iluminen por mí la reflexión de este viernes: “Evidentemente soy una estúpida… [aseguraba mientras sostenía en sus manos una cacerola y un gran cucharón de metal] ¿Qué necesitan? ¿Una bomba? Yo no pongo bombas, pero al menos me desahogo con la cacerola. Esta cacerola hizo puré a mis hijos y cada vez que la vea sabré que si me roban, me roban porque ellos son unos sinvergüenzas, pero al menos yo luché por mis derechos”.

Este último pensamiento no podría ser más procedente en medio de la triste realidad que nos rodea y hemos de aplicárnoslo cuando nos encontremos ante una situación de impotencia colectiva o particular. En una sociedad en la que todo pasa rápidamente de moda —como la licra, el Tuenti o la moral— cuesta trabajo abrazar al tiempo presente, cuesta mucho reconocerse en él. Ya escribió el genial Mario Benedetti aquello de “el futuro se acerca; lento pero viene…”, y nunca como ahora hemos padecido tanto la certeza del poema. Si el futuro se nos acerca, parece que nosotros vamos más deprisa y de ahí que percibamos ahora su connatural lentitud. ¿Cómo saber qué peso estamos teniendo en la construcción de ese mañana? ¿A quién echarle la culpa si, como hoy, nos repugna?

El poema nos continúa dando la respuesta: “El futuro real se acerca; el mismo que inventamos nosotros y el azar; cada vez más nosotros y menos el azar”. Preferimos pensar que es el azar —en una muestra de insensatez tan ingenua como suicida— dado que vivimos en un mundo en el que los buenos no suelen ganar, los listos triunfan y los inteligentes trabajan, los mediocres cobran y los brillantes sucumben. La cantidad doblega a la calidad en una meritocracia hipócrita y fraudulenta, en la que la creatividad es constreñida y lo homogéneo es laureado. Condicionamos nuestro proyecto vital a su capacidad para rellenar una casilla del currículum establecido, y así actuamos, pensamos y hasta sentimos de la forma más productiva, aunque no sepamos muy bien para quién o para qué.

Los pocos que sufrimos el espanto de pensar el mundo presente nos damos de bruces una y otra vez con privilegios inmerecidos, corruptelas e injusticias constantes. Frustraciones que pueblan nuestro coyuntural discurrir por esta vida, y ante las cuales hemos de darnos permiso para llorar, enfurecernos y buscar consuelo en unos brazos amigos, en un regazo materno o en una mirada cómplice. La cuestión es que tras el llanto y el refugio, tras el abrazo y la impotencia, toca salir a la calle e ir cacerola en mano a derrotar el espanto; pues ni el silencio ni la resignación son los pilares de una nueva senda… aquella que quizás sí merezca la pena vivir.  

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