La boda de William Holden

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

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Antes de Brando o de Dean, también hubo mito. Cuando la gran pantalla no había proyectado aún sus impenetrables rostros, el celuloide estaba poblado de otras estrellas. Dos de esos rutilantes astros fueron Montgomery Clift o William Holden. Todos los que andaban por la veintena allá por los años cincuenta deseaban imperiosamente ser Holden. Guillermo Cabrera Infante lo exponía con lucidez a finales de 1981 en una columna de El País: "La voz de Holden, neutra, la cara de Holden, perfecta, pero gris, no podían ser, sin embargo, más emotivas en su impasible pasividad. Si el héroe existencial, de moda entonces, tenía un rostro y una lengua y un tipo: una persona era lo que encarnaba William Holden en El crepúsculo de los dioses". Todos los guayabos de la época querían estar en la piel de Joe Gillis, el joven escritor segundón que, acosado por sus acreedores, se refugia en la mansión de Norma Desmond, antigua estrella del cine mudo. Todos querían su pedacito de heroísmo existencial. Todos rogaban y todas suspiraban por un ápice de esa impasible pasividad. Y Billy Wilder escogió a Holden. Y el mundo entero deseó a Holden.

Una década después de aquello, en 1961, se estrenó en España una peliculita de esas familiares que tan bien nutrían la taquilla y tan poco molestaban al régimen. Una de esas coloridas estampas cañís de orden y concierto donde cada elemento cumple a la perfección su papel y donde el tirón de la niña prodigio eclipsa cualquier conato de grandes pretensiones. Se trataba de otra cinta de la factoría de Luis Lucía —que no se parecía a Wilder, ni tenía por qué— con la pizpireta aunque ya crecidita Marisol al frente del reparto. La historia de una niña huérfana, hacendosa y cantarina que abandona su Cádiz natal al morir su padre y viaja sola hasta la capital para reunirse con la familia de su tío. Esperando encontrar en ellos el calor de hogar que necesita, no tarda en comprobar que estos alto-burgueses venidos a menos no están por la labor de acogerla con agrado. Ante ello, la niña canta y flamenquea —qué otra cosa se puede hacer en ese contexto— y conquista a golpe de ahorros el frío corazón de sus parientes. Este es el argumento de la reveladora Ha llegado un ángel. Fíjese el lector que el personaje que más nos interesará de este retrato costumbrista sin costumbres es la otra niña de la historia. La actriz Pilarín Sanclemente interpreta a Pili, la prima pequeña de Marisol —de personaje también homónimo, por supuesto— y constituye su contrapunto.

Se trata de una chica que, como su prima sureña, no supera los 13 o 14 años, pero para la cual el mundo se compone de las revistas que devora sin cese. Y de la pantalla de un cine. Ella está enamorada, como no podía ser de otro modo, de Joe Gillis. De hecho, la chavalina comienza a llorar en el salón de su casa de Serrano y, cuando es preguntada por su padre acerca del motivo, contesta entre sollozos: ¡Se casa William Holden! Esa era la razón de su llanto en la escena, a pesar de que en 1961 llevaba ya veinte años casado y aún le quedaría una década más de matrimonio con la actriz Brenda Marshall. Pero la realidad no parecía servir de suficiente cortapisa a las ansias por conservar soltero al mito impasible. Al menos, no lo fue para los guionistas de esta cinta.

El mismo año en que llegó a las pantallas la segunda película de Marisol y Pilarín, el muy casado Holden había acabado de rodar El mundo de Suzie Wong, un largometraje que, a fuerza de reposiciones televisivas en los noventa, hizo que las “Pilis” de carne y hueso —con la aquiescencia materna de por medio— nos enamoráramos hasta el tuétano de Robert Lomax. Lo deseábamos —llorando como ella en nuestro sillón— hasta el punto de querer meternos a pilingui en Hong Kong con tal de vivir semejante historia de amor intercultural. Quien fuera amante de Audrey Hepburn y rodara con ella la encantadora Encuentro en París en 1964, amó también a Grace Kelly. Eso sí, antes que Rainiero y solo en la pantalla.

El rumor fue, no obstante, la pareja más longeva de William Holden. Murió poco antes de que Cabrera Infante escribiera su columna de adoración. Encontraron su cuerpo en su casa de Santa Mónica en medio de un charco de sangre. Según revelaron los análisis, estaba borracho y sufrió una caída que resultó ser mortal. A partir de aquel momento y de esa extraña manera, antes de tiempo, y de nuevo con impasible pasividad, llegó su the end. Nadie más podría llorar en un sofá deseando ser la esposa de William Holden, aunque llevara ya décadas casado, aunque nunca fuéramos a estrechar su mano, o aunque el mito existencial se resquebrajara a base de whisky. Menos mal que siempre podremos llorar en el regazo de Joe Gillis o Robert Lomax para consolarnos de no haber sido las elegidas.

 

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