Juan Valera.
Juan Valera.

Era un hombre con sentido del humor. Por eso no se tomaba en serio a todos aquellos que no se cansaban de pronunciar discursos apocalípticos sobre el presente, siempre para denunciar la supuesta degeneración de los tiempos y de las costumbres. Juan Valera (1824-1905) no aceptaba el puritanismo de aquellos que se indignaban, por sistema, de cualquier cosa. En Pasarse de listo (1878), se pronuncia con energía contra este tipo de excesos que nos recuerdan la obsesión de la actualidad con la corrección política: “Es cierto que, desde hace poco, nos ha entrado un furor de moralidad, un púdico rubor, que todo lo condena”.  

Él, por el contrario, se sentía cómodo con lo que entonces se llamaba “el espíritu del siglo”, es decir, la doctrina liberal acerca de la libertad política y la tolerancia. Tenía sus propias ideas sobre la marcha de la sociedad, pero no gustaba de imponerlas como si el fin justificara los medios. Si denunciaba algo que le parecía mal, lo hacía con exquisita elegancia, sin elevar una palabra más que otra y, sobre todo, sin querer arrojar al contrario a la hoguera. Creía que cualquier opinión se podía argumentar, incluso en los debates más ardientes, sin renunciar por ello a la “dulzura de la forma”. No hay que dejarse confundir, con todo, por su tono despreocupado y de aparente frivolidad. Como hizo notar Alberto Jiménez Fraud, uno de sus biógrafos, la ligereza le permite tocar temas muy serios y deslizar opiniones que no se hubieran tolerado en una pluma más apasionada. 

El sentido del equilibrio hace que Valera, por más que se sintiera “español, español, español”, por decirlo en términos futbolísticos, huya de dos extremos perniciosos. Le desagrada el nacionalismo autocomplaciente, ensimismado en las glorias pasadas, lo mismo que el masoquismo pertinaz que solo sabe ver en el propio país montañas de defectos. La España que desea no es el reducto espiritual de Occidente, sino una nación capaz de acoger los progresos, ideológicos y materiales de una etapa de cambio como era el siglo XIX. A su juicio, la soberbia y el fanatismo solo contribuyen a apartar al país de la senda correcta y a sumirlo en las tinieblas del oscurantismo, la represión y el aislamiento. A un hombre cosmopolita como él, habituado a viajar por el extranjero en calidad de representante diplomático, por fuerza tenía que molestarse el provincianismo que ciertos extremistas disfrazaban de sentimiento patriótico.

Lúcido testigo de su época, el escritor egabrense refleja, sin estridencias emocionales, una realidad muchas veces incómoda, como el predominio del caciquismo en los pequeños pueblos, que desembocaba en la unanimidad sospechosa del día de los comicios. Valera, sin embargo, se niega a condenar el sistema o a estigmatizar a aquellas poblaciones donde gobierna este tipo de hombre fuente, aunque esto no significa que apruebe su poder absolutista. El pragmatismo le lleva a aceptar, como mal menor, la preminencia de estas figuras que cumplen, a su modo, una cierta función social como sustitutos de un Estado débil. Un cacique culto, en su opinión, permite que las calles se limpien o que el maestro de la localidad no tenga que debatirse en el desamparo económico más absoluto.  

También le queda claro, a todo lector del siglo XXI, el olímpico clasismo de la burguesía decimonónica, con su patológico desprecio a todo lo que desprendiera un aroma plebeyo. Valera parece reírse, con sutil condescendencia, de esos liberales que se sienten modernos mientras propugnan un mundo compartimentado: cada oveja con su pareja, nada de enlaces en los que Cupido, ese niño travieso, mezcla a personas de distinta condición. La igualdad ha de ser ante la ley, no en todo lo demás, hasta el punto de que vestir con demasiado lujo, fuera de los límites que corresponden a la propia clase, equivale a un desafío digno de reprobación. 

Los libros de nuestro protagonista, por otra parte, exhiben la subordinación a la que estaba sometida la española de su época, siempre mucho más expuesta que el hombre a que se murmure de ella y quede su honor en entredicho. Valera, a lo largo de su producción, muestra un extraordinario interés por el mundo femenino. Algunas de sus novelas, como Pepita Jiménez o Juanita la Larga, poseen heroínas de poderosa inteligencia y fuerte personalidad. Queremos imaginar que su creador, dedicado al séptimo arte, hubiera sido una especie de George Cukor, aquel cineasta con un especial talento para la dirección de actrices. 

Juanita, orgullosa e independiente, trata de hacerse respetar aunque no siempre lo consiga. El mundo la admira por su belleza a la vez que la señala con el dedo por demasiado osada. Su reacción, frente a la estupidez de la sociedad, no consiste en declarar una guerra abierta en la que llevaría las de perder, sino en actuar con astucia. Incluso con maquiavelismo. Tal vez puede salirse un tanto de la estricta norma, pero lo hace sin cuestionar lo que hoy denominaríamos “el orden patriarcal”.  Al menos, en la teoría. En la práctica, sus actos no dejan de tener un matiz hasta cierto punto subversivo en medio de un ambiente pacato de extraordinaria estrechez.

En el tema de la mujer, como en otros, el gran literato andaluz brillaba siempre por la moderación, como si quisiera decir que hay que modernizarse pero con paciencia, paso a paso. Aunque eso no quita para que tuviera algún momento de pesimismo en el que, por más que se sintiera un pacífico conservador, hubiera justificado cualquier cosa contra una sociedad llena de podredumbre. Salía entonces a relucir su vena más revolucionaria y pensaba que la venganza contra el status quo, si era merecida, resultaba más que lícita. 

En cuestiones religiosas, su postura, como católico de los abiertos, tendía igualmente a ser de carácter “centrista”. Defendía una fe respetuosa con la modernidad, una espiritualidad que se hallaba a años luz de la intransigencia de los ultramontanos. La Iglesia, tal como le gustaba imaginarla, debía mantenerse por encima de las controversias partidistas y las guerras civiles porque el catolicismo, a su juicio, no era una doctrina social y política sino moral y religiosa. 

Sus novelas nos proporcionan diversas muestras de este talante enemigo de cualquier espíritu de cruzada. En Doña Luz (1879), el padre Enrique, un fraile dominico, encarna con hechos más que con palabras esta apuesta por vivir y dejar vivir. Aunque, dado su ministerio, defiende los principios católicos, no deja de reconocer que en los incrédulos puede hallarse una sincera búsqueda de la verdad. Como religioso que es, podría aprovechar su situación de privilegio para exponer sus ideas. Lo que hace, sin embargo, es dejar que los otros se expresen: “el padre evitaba, cuanto podía, monopolizar la palabra y prefería el diálogo en que todos hablasen”. 

Valera es enemigo de sistemas cerrados que proporcionan todas las respuestas. No simpatiza con el clericalismo absorbente, tampoco con el anticlericalismo dogmático que ve en cualquier religioso, solo por serlo, a un potencial conspirador en favor del carlismo o del restablecimiento de la Inquisición. El exclusivismo, venga del hombre de religión o del hombre de ciencia, le provoca urticaria, aunque evita la tentación de pagar a los fanáticos con la misma moneda. Como siempre, su sátira resulta amable y se realiza siempre desde eso que Jiménez Fraud, denominó “risueña benevolencia”. Eso tiene que ver con un rasgo de su personalidad pero también con una concepción de la literatura: no cree en la novela de tesis, destinada a “demostrar” una idea particular. 

La obligación del escritor no tiene que ver con ningún tipo de enseñanza sino con la creación de personajes que parezcan verosímiles. Su terreno propio no es lo didáctico sino lo estético, de ahí esa prosa tan cuidada que viene a ser, en Valera, una especie de marca de fábrica. El suyo, por tanto, es un arte por el arte que quiere entretener, no impartir doctrina, aunque de tanto en tanto el autor no sea del todo consecuente con sus propias ideas. 

Nos hallamos ante un personaje escéptico y refinado, paladín de las buenas maneras, al que le hubiera irritado, sin duda, la zafiedad y el ruido de nuestra vida pública. A lo largo de su vida también tuvo que soportar los desafueros de aquellos que pensaban que toda la razón estaba con ellos y que el contrario, por atreverse a discrepar, estaba aquejado ipso facto de algún tipo de enfermedad moral. De ahí que los hunos y los hotros no razonaran. ¿Para qué, si les bastaba con lanzarse mutuas excomuniones? Valera estaba a favor de la convivencia, no fabricar odios en serie. Twitter la habría horrorizado. Por cuestione morales y, seguramente, por constituir un atentado deleznable contra el buen gusto.  

 

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