De la ética

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

René Descartes.
René Descartes.

Recordaré algunas cosas que cualquier alumno de bachillerato (así como su profesor) debe saber. En 1647 René Descartes publica la edición francesa de Los principios de la filosofía (la edición latina era de 1644). Desde luego, no es el mejor de sus libros, dado que tenía un propósito didáctico y compendioso, pero resulta que con ocasión de esa nueva edición Descartes incluyó una carta dirigida al traductor (Claude Picot) que debía servir de prefacio de la obra.

En efecto, es una carta magnífica y allí aparece la célebre imagen del árbol de la filosofía, cuyas raíces son la metafísica, el tronco la física y las ramas las diferentes disciplinas, destacándose tres en particular: la medicina, la mecánica y la moral. Descartes indicaba asimismo el modo y el orden en que a su juicio uno debería instruirse. Pues bien: el final de ese recorrido no es otro que la moral, por la sencilla razón de que presupone los saberes anteriores. Ítem más: no sé dónde leí que Spinoza tuvo la intención de titular su Ética demostrada según el orden geométrico (publicada póstumamente en 1677) como simplemente Philosophia. Spinoza tenía sus buenas razones tanto para una cosa como para la otra, pues el árbol de Descartes se encontraba detrás de esas denominaciones. Pero, ¡ay!, no estamos en el siglo XVII, y apenas si podemos entender el theoria cum praxi de Leibniz.

El primer contacto que un alumno tiene con algo parecido a la filosofía empieza por las ramas, es decir, es de naturaleza ética o ético-política: esto es, el ámbito de la razón práctica frente a lo que otros considerarían la razón pura o la filosofía puramente teórica. Muchos reaccionan con razón ante esta estúpida oposición, aunque quizá no de la mejor manera posible. De hecho, una de esas reacciones consiste en sobredimensionar la importancia de lo práctico frente a la aridez adusta de lo teórico, frecuentemente identificado con lo meramente académico, de tal forma que poco a poco va colonizando el árbol entero (no es de extrañar en este sentido el renacimiento contemporáneo de socráticos menores, de cínicos y estoicos, hasta de epicúreos y escépticos). Es como si su propósito final fuera que decir ética significara sencillamente decir filosofia.

Como todavía la cosa se les resiste y todo va muy lento, otros han optado por una estrategia aún más sibilina. Su objetivo es un poco distinto: la emancipación completa respecto de la propia filosofía, ya que, después de todo, históricamente, ha sido la variante más exitosa (por cierto, los lógicos están esperando a ver qué pasa con los practiquillos para dar ellos mismos el paso definitivo, dado que el desprecio de los matemáticos siempre les ha cohibido un poco). Y es que se dan cuenta de que todavía pueden aprovecharse parasitariamente del cuerpo exangüe de la filosofía: es la estrategia del tumor benigno. Algunos pobres y cándidos filósofos se dedican a alimentar ese tumor, pues no en vano es sangre de su sangre y no acaban de creérselo.

Es hora quizá de oxear estos espantajos y destruir el piso donde vuelcan esas sombras. Hipócrates decía que la cirugía es el fracaso de la medicina. Puede ser, pero necesitamos imperiosamente un fármaco que reabsorba esa excrecencia que nos ha salido a los filósofos. Ni Descartes ni Spinoza ni Leibniz nos lo perdonarían (y tampoco Kant, aunque algunos se embocen con él). ¿Cómo hacerlo sin escamocharlo todo?

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