No suelo prodigarme periodísticamente por la crítica electoral. Mejor dicho, no acostumbro a utilizar esta tribuna para abordar el discurrir de la política patria. No pretendo hacer creer que no lo hago en casa, en la cafetería de la esquina o en un artículo de investigación, pero últimamente observo que los diarios se llenan de opinión política —atravesamos períodos que invitan a ello en nuestra soleada península, ciudades autónomas y archipiélagos varios— y no quisiera yo empachar al sufrido lector con más de lo mismo. También supongo que no lo hago porque no encuentro en la política actual rastro alguno de política

La palabra “política” viene, como es bien sabido, de la raíz clásica “polis” (ciudad). De manera que en origen, política es todo lo relativo a la vida de la polis, así como la expresión griega “politiké techne” aludía al arte de vivir en sociedad o lo relativo a las cosas del Estado o ciudad. Posteriormente se omitió el segundo término (el alusivo al arte o la técnica) y se sustantivizó el primero, pasando “política” de ser adjetivo a sustantivo en su evolución lingüística. Es curioso cómo la etimología a veces nos revela más de lo que a simple vista parece.

En la Grecia clásica, “politiké” era un adjetivo que dependía, como corresponde a su categoría gramatical, de un sustantivo: de la técnica, del arte de organizar las cuestiones de la polis. La política no era un referente fijo sino mutable, no se trataba de una profesión o de un fin en sí mismo, sino de un instrumento para articular lo social, para manejar su discurrir y prever su devenir. En nuestros días y como producto de la evolución histórica —a la que acompañan como matrimonios bien avenidos la tiranía y la avaricia o la ineptitud y la costumbre— la política ha tornado en objetivo cuando paradójicamente se antoja cada vez más huera de objetivos. Y está más vacía porque es simplista, y es simplista porque no es del todo sincera, y debe ser falaz para seguir siendo un sustantivo.

Las poltronas del poder político son demasiado jugosas y apetecibles para bajar a las trincheras, para descender a las aceras y enfrentar los problemas reales de la polis con verdadera visión (o misión) de conjunto. No quiero decir con esto que no haya buenas intenciones, que no exista responsabilidad alguna —cuando uno se acerca a los escalafones inferiores de la política, a los pequeños municipios y sus a veces voluntariosos gestores, la cosa cambia y el compromiso suele aumentar—, pero sigue siendo un fin. Quisiera situarme lejos de ese Leviatán hobbesiano del “hombre como lobo para el hombre”, pero el sustantivo acecha y su presión fagocita y devora a muchos de sus hijos como lo hiciera Saturno. 

No quiero hacer crítica electoral, no deseo estarla haciendo. Podríamos hablar de los pactos “con el diablo” que algunos están dispuestos a acometer con tal de no soltar el bastón de mando, de las críticas sin fundamento, los insultos recurrentes, el triunfo y vanagloria de la mediocridad, el liderazgo manido, la unidad trasnochada e irrisoria, de las bajadas de pantalones (por muy rojos que estos fueran) para encandilar el voto útil de la indecisión… del miedo —siempre el miedo— como discurso. Podríamos hablar de todo eso y sin embargo, siento que seguiríamos arañando la superficie, deslizando a tientas nuestros pies por un gélido y quebradizo suelo que sirve apenas de punta al iceberg.

Estas cuestiones no son sino la coyuntura que entretiene, la charleta que acompaña a las olivas de mediodía, a la cerveza de terraza primaveral, a la incómoda e intrascendente conversación de ascensor. Los debates políticos están carentes de política, carentes del ‘adjetivo’ espíritu de la polis, porque han obviado la reflexión acerca del sistema y de la historia, han amordazado a la polis de la forma más efectiva: anestesiándola hasta lograr su desinterés o haciendo que berree sobre alguno de los vaivenes coyunturales. No deberíamos subestimar el poder de una categoría gramatical.

Sustantivizar aquello que era acompañante y dependiente de una teoría, de un arte, de un conocimiento puede llevar a que el calificativo crea que es más de lo que realmente es, que crea que deben servirle cuando en la frase, él es el que sirve, el que concreta pero no centra la atención, el que no actúa. Lástima que el adjetivo con ínfulas de grandeza parezca haberlo olvidado. Lástima que no sea ya el arte, la teoría o la técnica los que den sentido a la acción, los que conjuguen el verbo.

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