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Estaba sentado frente al televisor cuando de repente murió fulminado por un derrame cerebral, que le inundó tres bulbos de la mollera. Así comenzaba uno de los mejores relatos que ha caído alguna vez en mis ansiosas manos. En el cronista urbano Manuel Vicent relataba por aquel marzo de 1983 la singular historia de un intelectual progre de la época que había perecido mientras miraba la pequeña pantalla. El fatal aunque sereno desenlace del cultureta lo había convertido —valga la oscura ironía— en el mejor espectador posible, una especie de televidente incorrupto que soportaba estoico y de cuerpo presente cada contenido que la caja tonta ponía ante él. El rígor mortis se veía únicamente alterado por los destellos lumínicos que emanaban del aparato doméstico, los cuales hacían proyectar sobre el cadáver unas sombras similares a las del movimiento real de los cuerpos activos. Como el fulano en cuestión vivía solo, difícilmente alguien podría ocuparse de apagar el televisor, y por lo tanto, el murmullo ininterrumpido de voces pretenciosas y jingles pegadizos hacían creer al vecindario que todo seguía su curso normal en casa del intelectual. La tele, a falta de la apertura de un grifo, del sonido de arrastre de una silla o del repiqueteo de los utensilios de cocina, era suficiente prueba de vida al parecer. Sin embargo, la única existencia humana que quedaba ya en el apartamento era la catódica. La realidad propiamente dicha se iniciaba enseguida con el programa regional, escribía el genial valenciano.

Con los colores al viento cabalgando por las 625 líneas de la pantalla, el progre había caído sin remisión en el fundido a negro —permítame el lector este cromático chascarrillo de mal gusto—. Había abandonado este mundo, sin tiempo para despedidas, mirando con asombro el cacharro mientras en él aparecía el ínclito Alfonso Guerra aseverando que… la televisión tenía que cambiar. Paradojas de la muerte.

El difunto impasible quedaba obligado a consumir un menú poco suculento, que ni siquiera había mejorado en deferencia al fallecimiento de un miembro tan insigne de su audiencia. Ni un políticamente correcto crespón negro —de esos que tanto se estilan hoy— lucía en la esquina superior derecha. Eran tiempos de austeridad pese a los ritmos desenfrenados de Fama o la teta de Susana Estrada. Incluso las risas zafias y los previsibles juegos de palabras de los conductores de programas de mañana, tarde y noche seguían ahí. Lo hacían sin inmutarse, retroalimentando día tras día los sillones de cada hogar en el que reposaban cuerpos tan inertes como el del nuestro desgraciado protagonista. Al fin y al cabo, aunque la sangre circule, esa leve presión en la muñeca es signo inequívoco de que la vida pasa por ahí mas no de que el sujeto en cuestión pasa por la vida.

Pero claro está, todo esto es cosa del pasado. Ahora, aunque el televisor permaneciera encendido no bastaría para que el vecino siguiera considerando que respiramos —si es que tal circunstancia despierta el interés del copropietario de rellano—. Por todos es sabido que la crucial prueba de muerte se encuentra en la inactividad superior a los 12 minutos en whatsapp. Pero no es eso lo único que ha cambiado. Si bien en 1983 Vicent tenía claro que la televisión nos ofrecía poco más que una caterva de paletadas, chocarrerías y patria estupidez, qué duda cabe de que ahora estamos en otro plano.

Por supuesto, la evolución ha venido de la mano de una nueva tecnología y unos contenidos mucho más sofisticados. El espectador incorrupto que fallece el 10 de julio de 2015 tiene más suerte. Su sueño eterno lo velarán féminas made in Sabina (ya saben, de aquellas con la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta); toneladas de Adonis de polígono industrial, de idéntico porte y fugaz vocabulario; personajillos de abrupto pasado e intangible carrera que engullen y se rascan la tripa a un tiempo mientras se arrastran por una isla, una granja, una mazmorra o un kiosco de horchata. El difunto tampoco se sentirá solo en su desgracia, puesto que la tele le acercará constantemente historias de pobres parias que también han abandonado este mundo. No le dejarán muy claro si fue en un ajuste de cuentas entre gitanos —como si el que tiene cuentas que ajustar pudiera en la tele pertenecer a otra etnia—, en un atentado o simplemente por nacer en el país indebido, pero eso sí: regarán su historia lacrimógena con perfume francés y ofertas de clínicas estéticas. El inerte televidente también recibirá la visita de animalitos con dones extraordinarios y tan propios de su especie como tocar la trompeta o recitar versos de Machado. Lo único triste es que los gélidos dedos del espectador fiambre no son ya útiles para descargar en su teléfono móvil la última aplicación interactiva. Sin ella, ya no podrá elegir el modo en el que el programa estrella va a eliminar en directo a un tertuliano de capa caída. Una verdadera pérdida.

Hace algún tiempo, el director de la cadena privada más importante del país pronunció en petit comité una frase que alguno de sus acólitos hizo pública poco después entre inquietantes carcajadas. Según el magnate, la televisión era como la caca: había que hacerla pero no mirarla. Este bello leitmotiv contemporáneo parece más bien diseñado para una audiencia muerta o, al menos, a la que se pretenda asesinar. Así, cuando el intelecto fenece, el cadáver se desintegra aunque el autómata camine. La pantalla no enmudece, nunca se hace el silencio por mucho que el otro no respire. La caja pervive.

 

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