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Miedo. Sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario. Esta es una de las pocas veces en las que verbalizar algo, definirlo y hacerlo tangible no mitiga realmente el desasosiego que ese algo genera. 

Miedo. Sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario. Esta es una de las pocas veces en las que verbalizar algo, definirlo y hacerlo tangible no mitiga realmente el desasosiego que ese algo genera. Y los seres de letras —como lo es esta plumilla que les habla— confiamos mucho en el poder filológico. Es abarcable cuando nos enfrentamos a una inquietud concreta, cuando podemos reducirla a algo o a alguien en particular, pero el miedo en sí es muy mal enemigo. Se trata de un adversario que tiene en nosotros mismos a su mejor aliado, penetra en nuestra mente y se apodera de todo a su paso. Nubla la razón, oscurece el intelecto y activa la adrenalina. Entonces nos convertimos en una triste marioneta a su merced, un figurante de peli de serie b, sin frase y sin entidad. Temblamos, como cualquiera. Tememos, como todos. Sudamos, aumenta la glucosa en sangre, la tensión muscular y se dilatan las pupilas. Y todo eso sin necesidad de que la amenaza exista realmente, basta con que lo haga el miedo. 

En las sociedades prehistóricas, el miedo comenzó siendo algo positivo; salvaguardaba de los depredadores y permitía ser precavido con las inclemencias meteorológicas. El temor era —y es— un cómplice de la supervivencia. Después, el terror sería aprovechado por faraones y demás titanes civilizatorios para subyugar a la gran base de la pirámide social. Y antes de ellos, los dioses. El pánico a la cólera de Zeus solo fue comparable al que suscitaría la del César. Las monarquías absolutas bebieron del miedo; los tiranos fascistas, también. Todos y cada uno de los rituales de adiestramiento, de sometimiento y de educación se apoyan en alguna medida en la superioridad que otorga el temor ajeno. Si bien el recelo sirve para que estemos alerta de los peligros que nos rodean y sigamos vivos —del mismo modo en que el niño teme que la yema de sus dedos vuelva a experimentar la quemadura de una plancha encendida tras haberla sufrido por primera vez—, su requisito imprescindible es que cese.

El miedo no funciona como compañero permanente de viaje, pues de ese modo hace insoportable la existencia en lugar de preservarla. El modo de funcionamiento es similar al de una vacuna, un preparado destinado a generar inmunidad contra una enfermedad estimulando la producción de anticuerpos. Para lograrlo, expone al cuerpo a una cantidad muy pequeña de virus o bacterias que han sido debilitados o destruidos, y dotan así al organismo de la forma de combatir al virus vivo. De igual modo, la inyección moderada de miedo crea anticuerpos para la autoconservación. Sin embargo, la exposición prolongada al virus puede matar, o cuando menos y siguiendo con el símil médico, puede enfrentarnos a una enfermedad crónica, una dolencia de larga duración y de progresión lenta. 

Estamos preparados para soportar temores determinados. Cada época tiene los suyos. Por ejemplo, cuando somos pequeños nos asustan los monstruos del armario, la oscuridad del trastero, que nuestra mamá se aleje demasiado, que no emitan nuestro programa favorito esa tarde, que se acabe la crema de cacao, el examen de matemáticas, que los Reyes Magos no entiendan nuestra letra; cuando somos adolescentes, nos aterra todo, especialmente nuestro cuerpo, no recibir esa llamada de teléfono —véase whatsapp o emoticono en cuestión, hoy día—, hacer el ridículo en clase de gimnasia y que nos salgan espinillas el día antes de una cita. En la edad adulta, nos atemoriza el paro, el desamor, la enfermedad, la muerte… pero todos estos pensamientos oscuros y aterradores perduran unos momentos y después quedan en suspenso. Los obviamos y eso nos permite seguir adelante. Es puntual, ergo soportable, mas ¿qué ocurre cuando el miedo se vuelve crónico? 

Hay una escala del temor y en la cúspide se encuentra aquel que te acompaña toda la vida simplemente por haber nacido en tierra hostil. En un continente dividido, inmóvil e incompetente, el miedo lleva a más de 50 millones de personas a abandonar su lugar de origen y buscar asilo en otra parte. Uno de ellos es Kinan Masalemehi, un sirio de 13 años hacinado en la estación de tren de Budapest, que permanece estos días cerrada para los refugiados que intentan coger los trenes con destino a Austria y Alemania. El chico pedía estos días por televisión a Europa simplemente que parara la guerra en Siria para no tener que dejar su hogar. Ese es el miedo crónico, el que acompaña desde la cuna y se niega a emigrar, el que se alimenta de sí mismo porque no puede escapar del cuerpo, porque no tiene adónde ir.

El cerebro no distingue entre dolor físico y emocional, como tampoco lo hace con los tipos de temor. Los dolores y placeres por motivos sociales activan idénticos circuitos cerebrales que los estímulos fisiológicos básicos para sobrevivir. Lo mismo ocurre con los miedos. Fer Dichter escribió en una ocasión: “supe que eras tú cuando conocí tus abismos y quise saltar”. Lo que nos hace superar el miedo es el propio miedo. De igual modo que el dolor redime al dolor y que la pena se alimenta de la pena. 

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