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Amiel en su Diario íntimo dejó escrito que el paisaje es un estado del alma; yo opino lo contrario, que el alma es un estado del paisaje. Así se entiende que ande estos días de canícula seco y mustio, como naranjo en secarral.

Quizás la gente del Norte no entienda esta añoranza del agua. Un hombre del sur desierto –Ramón Gaya- sabía bien en qué consiste esta sequedad, esta aridez, esta insatisfacción del deseo. No en vano creció entre acequias repartidoras de la huerta murciana y, más tarde, cuando pasaba temporadas en Venecia se le alborotaba el corazón entre los canales de los cuadros de Tiziano, de Veronese, de Canaletto… No hay cómo tener el alma sedienta para entender, para comprender por dentro la pintura. Como si descubriéramos que su única pretensión imposible fuera fijar con los colores el eterno fluir del río de Heráclito, el eterno fluir de la vida. Y ahondando en ese descubrimiento que compartió con tantos maestros de la pintura, Ramón Gaya lo dijo hasta el final: la pintura de verdad no es otra cosa que vida. Por eso nos emociona y nos conmociona. Y esta opinión se asienta en la diferencia esencial entre una idea y una vivencia: las ideas las tenemos; las vivencias las somos. Las primeras pueden ser verdaderas o falsas; las segundas, solo verdaderas. Pensar un cuadro no es lo mismo que vivir –o revivir- un cuadro. Porque cuando el espectador vive un cuadro, empieza a formar parte de él. En cierta medida, se convierte en coautor del cuadro y le ayuda a ser lo que es. El cuadro a él y él al cuadro. Digamos que ambos acercan un poco más el proceso infinito de creación de la obra.

Y este es el reto sempiterno del Arte, que está a medio camino entre la vida y el artificio. Entre ser una sombra entre las sombras o llegar a ser carne recreada.

Ramón Gaya lo dijo hasta el final: la pintura de verdad no es otra cosa que vida

En mi opinión, la novela de Eva Díaz El color de los ángeles trata de este dilema que atañe a todo Arte, en este caso a la pintura. El personaje principal –Bartolomé Esteban Murillo- es solo un pretexto. Desde luego, un buen pretexto. Pero las noticias y los argumentos novelescos –el personaje histórico, la ciudad de Sevilla, el siglo XVII de las tinieblas, la enfermedad y la muerte y sus sinremedios- no deben apartarnos del propósito de la autora: la respuesta a la pregunta sobre la esencia del arte.

Y, lo bueno de esta narración, lo que puede hacerla intemporal o universal, resistente al tiempo, es que el propio relato es un trozo de vida singularísima, la del ser y la nada de la vida de Murillo. No sólo de su pintura. Del pintor a propósito de su pintura. Y de su pintura a propósito del pintor.

Y, un poco, Eva se ha hecho Murillo y se ha hecho su pintura para poder explicar desde dentro sus luces y sus sombras, sus éxitos y su fracaso. Para poder expresar su gran duda: ¿En realidad mi pintura -se pregunta Murillo- no es solo puro artificio? ¿No es solo la pintura de la parte amable y luminosa del ser humano olvidando su parte irredenta, su parte inmunda y corrompida? Que es la misma pregunta que traspone Eva Díaz: ¿No es mi novela sobre Murillo puro artificio novelesco, puro juego, pura pose historicista?

Eva se hace la misma pregunta que el pintor Murillo porque sabe que sólo tomando pié en esta pregunta implícita puede el Arte llegar a ser Arte, es decir, pura vida. Después de esta pregunta hay dos cosas: la disciplina y el talento. Una la pone el hombre; la otra, solo Dios o el destino o el azar o como le llamemos a eso a lo que le encomendamos explicar lo inexplicable.

Yo tengo la impresión de que a la autora no le falta ninguna de las dos. Y por eso, nos ha regalado un trozo del paisaje de la Sevilla espléndida e inmisericorde, mostrando el fondo del trasfondo de la pintura y de la vida de Murillo. Y ha conseguido convencernos de que esta novela que hoy aquí presentamos es Arte sobre Arte, es decir, vida sobre vida. Contada escondiendo el yo autor, como cuentan las cosas los que escriben bien y tienen talento, llevando de la mano al lector para indicarle a dónde debe mirar y en dónde hay solo hojarasca y recursos más o menos artificiosos. Dejando el protagonismo todo al relato. Ni siquiera a Murillo, sino a la pasión de Murillo.

Sobra, por tanto, aquí un poco todo lo que es mayúsculo para la crítica literaria: el lenguaje, los recursos, el ritmo, los personajes, la trama, el oficio… Importa solo, como diría Ramón Gaya, el agua que fluye bajo la pintura de Murillo y que Eva Díaz nos la ha mostrado de una forma tan verdadera en El Color de los ángeles. Una buena novela con la dignidad y la verdad de una obra de arte. Una novela que plantea una de las grandes preguntas de la pintura o de la literatura (cuándo y cómo el arte llega a ser Arte, arte verdadero) y que, además, nos enseña y nos entretiene. El propósito de los clásicos. Su lectura –en mi modesta opinión- merece la pena.

Muchas gracias.

(Leído en El Jardín de La Luna Nueva, el 27 de julio de 2017)

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