De todas las noticias que han alcanzado el eco mediático esta semana, espero que ustedes me permitan quedarme con una y deslizar sobre ella algunos pensamientos en voz alta. No se trata de la más importante, de la más trascendente o de la más singular, pero sí de una realidad que requiere, a mi juicio, algo de reflexión. Varios medios de comunicación, entre ellos el diario gratuito 20 Minutos, nos regalaba este jueves una estadística —de esas del tipo “cuánto nos gastamos de media los españoles en la vuelta al cole”, “cuánto nos pesa este año la cuesta de enero” o “cómo percibimos la extinción de la polilla de la miel” (si es que tal espécimen puebla la Tierra, cuestión que desconozco)— que no por sencilla debe ocultarnos su significación subyacente. Nos dice el periódico de rápida lectura y menor coste que las españolas son ya junto con las italianas las madres primerizas mayores de Europa, superando de media los 30 años de edad para dar a luz a su primer hijo. De hecho, en estos momentos, más del 54% de las mujeres que son madres noveles en ambos países mediterráneos se encuentran entre los 30 y los 39 años.

No debe ocultársenos la importancia del dato, así como todo lo que de él se desprende. En nuestros días, hasta mediada la treintena es manifiestamente improbable encontrar a una persona, emparejada o no, que haya logrado cierta estabilidad laboral o un grado “aceptable” (dependiendo esto del nivel de exigencia de cada cual) de desarrollo o ascenso profesional. Vivimos en la sociedad de la continua especialización, de la interminable formación de los formadores, del “reciclaje constante”, que dicen los altos gerifaltes, los mismos que intentan convencernos de lo bonito que es emprender... En esa sociedad, la nuestra, en la que los procesos se solapan, la etapa formativa acompaña al trabajo a destajo en lugar de precederlo. En ese estado de cosas alienado y alienante —¿cómo saber si fue antes el participio o el gerundio?—, a veces sentimos ahogo, nos falta el oxígeno que nos proporciona una cerveza conversada, una mirada serena o una puesta de sol en vivo. Estamos tan preocupados por competir que nos olvidamos de vivir.

El genial John Lennon ya nos lo hizo presente con su legendario leitmotiv: “la vida es aquello que te pasa mientras estas ocupado haciendo otros planes”. Y en el centro del desconcierto: nosotros y nuestras permanentes metas pendientes. Vamos retrasando la llegada de los niños, aspiramos a poderles ofrecer un coche unifamiliar, una casa unifamiliar habitada por una familia feliz (a poder ser rubia y atlética) de esas de anuncio de compañía de seguros, tras una irrenunciable y vistosa ceremonia de enlace unifamiliar. Nuestro currículum invisible, ese que no entregamos a las empresas pero que se compone de lo que somos y queremos llegar a ser, pivota en torno a esa idea comercial del éxito. Y en ese mundo perfecto del que nos morimos por formar parte —algo así como el club del Volkswagen y la Thermomix— la descendencia es requisito obligado pero postergable.

No sabemos cómo hacerlo, cuándo hacerlo ni si realmente queremos hacerlo, pero el club nos atrae como la lógica parada siguiente, como el destino previsible y marcado en el GPS vital, como la etapa que ha de ser alcanzada y consumida para pasar a la siguiente fase. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? Hasta el fin de los tiempos, quizá… hacia el fin de los tiempos, también. 

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