Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial.​
Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial.​

La Constitución Española de 1978 en un giro copérnico vino a dar carta de naturaleza democrática a uno de los tres poderes básicos e imprescindibles en un Estado de Derecho: El poder judicial, y lo hizo separándolo del poder ejecutivo y del poder legislativo. Seguidamente, se creó el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que fue presentado por Óscar Alzaga como “una auténtica revolución en cuanto a la organización judicial”. Para Peces Barba se había llegado a donde “ninguna otra Constitución había llegado”. Se podría decir que la larga mano del ejecutivo quedó superada por la materialización constitucional de la independencia interna y externa de la judicatura.

La sensata ponderación política alcanzada en la redacción constitucional se quebró nada más empezar en su materialización, hasta tal punto que su primer desarrollo fue fraudulento. Por un lado, por un exceso de jerarquía sobrerrepresentada, por otro, se prefijó, al menos, que un 15% de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se podrían cubrir por personas provenientes de las asociaciones de jueces válidamente constituidas que podían concurrir como tal a la formación electiva del CGPJ, siendo de esta manera como se aseguró la continuidad de la vieja guardia judicial transfranquista nucleada en la dirección de la Asociación Profesional de la Magistratura, que resultó beneficiaria de la improcedente disposición adicional segunda de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de 1980 y que fue fruto de un pacto de mesa camilla entre la cúpula judicial de entonces con dirigentes de la UCD, como así consta en el acta del Diario de sesiones del Congreso de los Diputados (8-11-79) por la denuncia realizada por el diputado socialista, Joaquín Navarro. Todo cambió, pero no cambió nada y se trasladó al interno del CGPJ un fiel reflejo de la mayoría política de ese momento.

Pero no crean las personas lectoras que la situación cambió a mejor cuando el PSOE arrasó en las elecciones generales de 1982. La nueva Ley Orgánica (1985) no solo redujo las competencias del Consejo a las meramente administrativas, sino que el Ministerio de Justicia se reservó el control total de la selección de los y las secretarios/as judiciales, del personal auxiliar y quiso restablecer un sistema de ingreso a la judicatura obviando la oposición y siguió vigente el controvertido indulto. Todo ello produjo una convulsión política y la derecha embraveció porque la izquierda quería hacer lo mismo que aquella cuando gobernaba, aunque en este cado no hubo contubernio, no era necesario, porque el control/renovación vendría por la anticipación de la edad de la jubilación (se expulsaba así a la vieja guardia judicial), haciéndose directamente con la provisión de cargos. La guinda del pastel se completó con la enmienda Bandrés que alterando lo previsto en la Constitución (art. 122. 3) y fijó que ¡todos! los vocales del Consejo se elegirían por las tres quintas partes de las Cortes Generales, lo que iba en la dirección contraria a la interpretación que hacía uno de los padres de la Constitución, Peces Barba, del mandato constitucional, que lo definía como la apertura electoral y democrática  a todos los  jueces y magistrados para acceder al CGPJ (Diario de sesiones del Congreso de los Diputados, 1978). La citada enmienda acabó en el Tribunal Constitucional que dictó una peculiar resolución en la que se aconsejaba la sustitución del nuevo sistema de elección de vocales al Consejo porque suponía introducir la situación no deseable de “la lógica del Estado de partidos”, en la elección del  CGPJ. 

En el año 2001 hubo otra reforma de la LOPJ, esta para  implicar a las asociaciones judiciales y a los y las jueces independientes, estos mediante agrupaciones ad hoc,  proponiendo candidaturas a las Cámaras parlamentarias, o sea, se instauró la elección corporativa, lo que ayudó a la demoledora metamorfosis de 2013 que redujo al Consejo a la futilidad. Ruiz Gallardón fue el autor de la abolición del CGPJ y en palabras de bastantes juristas, lo liquidó, superando los colmos cometidos por PSOE y PP en tiempos anteriores. Eso sí, haciendo uso del mejor escamoteo político, pues pasó de decir que el CGPJ debía ser integrado por “doce de sus veinte miembros…elegidos de entre y por los jueces y magistrados de todas las categorías…(y que)…los ocho miembros que habrá de designar este Parlamento…no sigan siendo parte de un sistema partidario de reparto de cuotas” (Diario de sesiones del Congreso de los Diputados, enero de 2012), a cuando ya siendo Ministro de Justicia, implantar un Consejo conforme a un reparto proporcionalmente perfecto según la representación política. La posición a la elección directa por los y las jueces fue informada por el socialista Julio Villarrubia (El Mundo, noviembre 2013) que llegó a clamar que al Consejo “lo elegimos entre más de 40 millones de españoles, con consenso y pluralidad, y no por cinco mil jueces”. Esta torpe, inútil y guerrera forma de ver a la Magistratura sigue hoy alimentando al sector integrista judicial. Un verdadero desastre institucional, o si se quiere, a dios rogando y con el mazo dando.

Se ha dado, por tanto, la espalda a la independencia judicial y en su lugar se ha instalado una jerarquía judicial que se arroga una importancia y valor superior que no tiene y que permite que el Presidente del Consejo, que no deja de ser hoy, un cargo político, sea también el Presidente del Tribunal Supremo cuando en el Alto Tribunal no hay nada que presidir y/o gobernar políticamente y parece, dada la pasividad y/o indiferencia, que los y las jueces han asumido esa pérdida de independencia en lo que se refiere a su órgano de gobierno. Me niego a reconocer que esa sea la opinión de la mayoría y que no les importa el descrédito social que está cundiendo como un reguero de pólvora hasta la explosión perfecta. El Consejo debe ser el garante de la independencia judicial, tanto externa como interna y su elección debe ser higiénica, cristalina y acorde con una composición mixta al modo que prevé la Carta Europea sobre el Estatuto del Juez, del Consejo de Europa, que determina, “que debe ser un organismo independiente de los poderes legislativo y ejecutivo, integrado al menos en la mitad de sus miembros, por jueces elegidos por sus pares conforme a métodos de elección que garanticen la más amplia representación de la judicatura”. 

Solo si se camina en la dirección de la desconexión política del órgano de gobierno judicial, que los y las jueces elijan directamente a sus representantes, al decir de  Perfecto Andrés, “por su acreditada independencia de criterio, su apertura cultural, su capacidad de autonomía y su prestigio al respecto”, con total respeto al mandato constitucional,  se podrá superar la crisis de legitimidad y el envilecimiento que hoy soporta el Consejo General del Poder Judicial, que debe funcionar como verdadero gobierno autónomo de la Magistratura española.

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