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Hay una creencia asentada desde siempre según la cual los hijos se parecen y deben parecerse a los padres. Nuestra vida de niños está repleta de mensajes que nos vincula a uno o a otro progenitor, a los familiares maternos o a los paternos: este es Fernández, esta es Rodríguez, es “clavaito” a su abuela… Parece claro que una parte importante de estas similitudes viene escrita en nuestro código genético y que son las leyes de Mendel las que lo explican (altura, construcción física, color de pelo y ojos…etc).

Pero además de los rasgos físicos, ¿se transmiten también genéticamente los comportamientos, los gustos, la forma de ser, los valores morales y sociales? ¿Soy rubio o moreno de la misma manera que necesito llegar a ser un médico de prestigio o seguir con el comercio de mi padre? Si fuera así tendríamos poco que hacer. Estaríamos como “determinados” a ser como somos y tendría sentido la siguiente frase:

—No le riñas más al niño, al fin y al cabo, su abuelo era igual… No va a dejar de ser como es por mucho que te empeñes. Lo lleva escrito en los genes.

Pero esto no lo vivimos así. Al contrario, estamos convencidos de que la forma de ser que atañe a la personalidad, al carácter y al comportamiento no es de la misma naturaleza que los rasgos físicos. Y que, en gran medida, se puede “educar”, “corregir”, “orientar”… Porque si todo estuviese escrito absolutamente en nuestro ADN… entonces poco margen quedaría para elegir nuestro destino. Y alguno debemos tener. ¿O no se nos pide ser responsables, esforzarnos, afrontar nuestros problemas? Si se nos pide es que podemos hacerlo.

—Hijo, tienes que esforzarte en ser una persona de provecho.

—No puedo mamá, soy igualito que mi tío el tarambana. ¡Qué más quisiera yo que poder estudiar… pero la genética me lo impide!

No obstante, lo cierto es que, sin embargo, crecemos como un miembro —un elemento— de un sistema familiar con sus propias creencias, con sus leyes no escritas, con su concepción de las cosas, del mundo, de lo que se debe hacer en la vida, de cómo hay que encargarse de la vejez de los padres, de cuánto hay que ayudar a los hijos, de si los hombres deben ocuparse o no en las faenas domésticas, de si es más importante que estudien los hijos que las hijas, de si el hermano mayor tiene una posición de privilegio o no, de cómo hay que vestirse en Semana Santa, de cómo sabe mejor el puchero, la berza o el gazpacho y de un millón de cosas más.

Esta constelación de creencias que se transmiten de generación en generación es la atmósfera en la que respira y se nutre la vida de los miembros de una familia. A este sistema de creencias contribuyen especialmente todos los acontecimientos significativos en la historia familiar —acontecimientos traumáticos, secretos a voces, fallecimientos prematuros, separaciones, duelos no resueltos, condiciones económicas duras, enfermedades graves, enfermedades mentales, discapacidades, embarazos no deseados…etc—. Y hace, por otra parte, que nos sintamos miembros de una unidad superior: la familia. La pertenencia a este sistema familiar nos confiere identidad —yo soy de La Yedra, como lo fue mi padre y mi abuelo—.

Pero, en ocasiones, en el legado familiar vienen “mandatos” inconscientes que pueden suponernos un sufrimiento, una exigencia desmedida, un padecimiento que debemos aprender a superar. A veces la lealtad a ciertas “órdenes” muy interiorizadas —muy aprendidas desde la primera infancia— pueden suponer una cadena invisible para nuestro propio crecimiento personal.

Un buen número de los hijos e hijas mayores —o las más pequeñas— de nuestras familias saben bien a qué cadenas me refiero. A veces, nos cuesta entender una ansiedad, una reacción, un comportamiento si no lo entendemos bajo el sentido que le confiere la historia familiar que se transmite de generación en generación.

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