Wassily Kandinsky. 'Estudio de color'.
Wassily Kandinsky. 'Estudio de color'.

Voy oscilando entre dos extremos. Hace mucho tiempo que no creo en las grandes palabras, en los acabados sistemas filosóficos, en las salvíficas religiones o en las herméticas ideologías. Amor, Justicia, Belleza, Bien… me suenan a hueco, a vacío, a falso. Son tan enormes para mi pequeño ser; son tan multiformes para mi simpleza; son tan polivalentes para mi torpeza… que me desbordan, no me dicen nada. En este sentido me he convertido en un descreído, en un filisteo. Me gusta esta palabra, y su significado: persona de espíritu vulgar, de escasos conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria. O, por extensión, el que padece ausencia de valores espirituales. Como buen escéptico podría definirme como pesimista incorregible. Pero aún me queda un poco de aire, un soplo de oxígeno. Por un lado, el instinto, la necesidad de supervivencia y, por otro, algunos espacios, algunos momentos, algunas compañías que llenan mi vida y le dan algún sentido. Cuando esto ocurre me siento un optimista moderado.

De estos dos extremos, de estos dos opuestos les voy a hablar hoy: el optimismo y el pesimismo. Pero no exclusivamente como disposiciones o tendencias, acaso actitudes que se dan en los individuos, sino también en su relación con el modo de ver el mundo.

“De colores” es una canción popular asociada con el folclore mexicano que utilizaban con frecuencia en los Cursillos de Cristiandad católicos. Hay versiones de Joan Báez o de Nana Mouskouri bellísimas. Pero el motivo de traer a colación esta cancioncilla está relacionado con las distintas formas de ver la vida. Como se refiere en la letrilla del cántico hay quien ve la vida como un arco iris con su variedad de tonalidades y matices. Es una imagen sublime de los días de lluvia y sol. Y es un estado del alma: cuando los creyentes visualizan la unión amorosa con Dios por vía mística sienten una felicidad que raya en la euforia.

Sin embargo, hay personas que viven el mundo en blanco y negro. Aunque no son daltónicos, no perciben los colores de la vida. Algunos lo ven todo gris; otros, peor aún, negro. La vida sería un largo túnel oscuro en la que se camina a solas, con la sensación de poder caer en un vacío, en un abismo profundo.

Sin entrar en profundidades, los primeros, los religiosos, estarían en consonancia con la filosofía racionalista de la armonía preestablecida de Leibniz (1646-1716). Según éste, en su obra Teodicea, vivimos en el mejor de los mundos posibles que ha sido creado por Dios con la máxima perfección.

Dios, como ser sumamente perfecto, es omnisciente (su entendimiento conoce todo el ámbito de los mundos posibles), omnipotente (pues no depende de nada y todo depende de él) e infinitamente bueno (solo quiere lo mejor). Por tanto, necesariamente Dios ha debido elegir para llevar a la existencia el mejor de los mundos posibles. El sistema del mundo está dirigido a la realización de la mayor perfección, para expresar así la bondad y la gloria de Dios.

Ahora bien, si Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, ¿cómo se explica el problema del mal en el mundo? Evidentemente, para Leibniz, Dios no es el responsable. En cuanto al mal físico (terremotos, tsunamis, plagas víricas, etc.) ha sido permitido y a veces querido hipotéticamente por Dios como camino para mayores bienes morales. En cuanto al mal moral, no es querido por Dios y se ha de atribuir a la imperfección intrínseca de los hombres, a la acción humana libre, que será recompensada o castigada justamente después de la muerte. Pero las acciones de los hombres son contempladas eternamente por Dios. Leibniz proclama, de manera gloriosa y optimista que “todo está bien hecho”. Y por eso, las personas virtuosas trabajan en conformidad con la voluntad divina.

Dios, infinitamente bueno, sabio y poderoso, saca del mal un provecho del que los humanos no podemos tener comprensión racional. Por tanto, el único camino es la fe en que el orden establecido por Dios es perfecto.

En 1759 Voltaire publica Cándido o el optimismo. A pesar del título de la obra, es una contraposición radical entre un optimismo ingenuo y un mundo deteriorado y destruido por los hombres (guerras, violaciones, hambrunas, condenados a galeras, enfermedades, injusticias, miseria, traición, mentira, dolor, etc.). No obstante, para dar coherencia a este artículo, entresaco de su texto los rasgos que Pangloss (Maestro de Cándido y seguidor de Leibniz) y el propio protagonista atribuyen al mundo y al hombre optimista: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles… hecho de dulzura y agrado, de vivo ingenio y ardiente amor… todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible… todo está necesariamente encadenado, y óptimamente solucionado… las cosas no podían ser de otro modo… la pura naturaleza es buena… los bienes de la tierra son comunes a todos los hombres, que cada cual tiene a ellos el mismo derecho… como había oído decir que en aquel país todo el mundo era rico, y que eran cristianos, no dudó de que le tratarían bien… las desgracias particulares hacen el bien general; de suerte que cuantas más desgracias particulares hay, mejor está todo… no perdáis la esperanza por nada…”. Hasta aquí los rasgos del optimismo extraídos de la novela. No se la voy a destripar. Que cada uno la lea. Eso sí es sorprendente, a veces inverosímil.
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Alhelí Nocurrante era un hombre joven atrevido, osado; simpático y divertido, se reía de todo. Tenía una gran capacidad de empatía: Captaba lo que le decían y lo convertía en chascarrillo, broma, esperpento. Hacía sonreír a todo el mundo.

Intentó abrirse camino en el mundo de los youtubers. Era ingenioso, personal y cercano. Comenzó a crear vídeos de humor y comentarios sobre vídeojuegos. Su idea era entretener a los jóvenes de su edad, la generación milennial. Quería convertirse en una pequeña celebridad al estilo de PewDiePie, el youtuber sueco que tenía más de cien millones de suscriptores y más de veintiséis mil millones de visitas a su canal y había ganado en 2014 según la revista Forbes doce millones de dólares. O el español El RubiusOMG que contaba con más de treinta y nueve millones de suscriptores y una ganancia anual que superaba los doscientos dieciséis mil dólares al año.

Su éxito, el de Alhelí Nocurrante, no fue el deseado. Pero tuvo la fortuna de que lo contrató un canal privado de televisión para un programa de realities.  En él, contaba su vida sin tapujos, con espontaneidad, como si estuviera en la calle o con los vecinos del barrio: sus amoríos, sus despechos, sus adicciones, sus operaciones estéticas. Enseguida contó con una legión de fans que respaldaban todo lo que hacía y decía. En su cabeza revoloteaba una idea: “Estoy en la cima… en la cima del bienestar”. Entonces, el canal de televisión empezó a hacerle los guiones de su intervención, introduciendo cada vez más la polémica y la ironía en torno a otros personajes famosos del momento. Los contenidos morbosos atraían cada vez más público. Dejó de ser una persona para convertirse plácidamente en un personaje. Siguió teniendo éxito, porque el espectador buscaba, sobretodo, una forma de ocio que no le hiciera pensar demasiado.

En dos años Alhelí Nocurrante había alcanzado los criterios que establece la web de internet Alto Nivel para considerar que una persona ha alcanzado el éxito: Poseer un millón de euros en su cuenta bancaria, manejar un automóvil último modelo y ser reconocido públicamente.  Él, que no había terminado ni el bachillerato, conocía los instintos y la sabiduría de la calle, las claves del éxito: pensar en grande, tener grandes metas, perseguir los sueños de triunfo con perseverancia, nunca darse por vencido, estar feliz con lo que haces en todo momento, tener un sello propio, ser creativo aún a riesgo de estrafalario, dejar huella para que los demás te recuerden.

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Estamos hablando del hombre “optimista con pensamiento positivo”. Según el psiquiatra Rojas-Marcos, exdirector del Sistema Psiquiátrico Hospitalario Municipal de Nueva York y profesor de la Universidad de la misma ciudad, nadie es cien por cien pesimista u optimista. El componente genético supone un factor muy importante; representa un treinta o un cuarenta por ciento de la capacidad y de la forma de ver la vida.

Pero ahora no me interesa el factor hereditario. Voy a reflexionar sobre cómo la disposición vital optimista se relaciona con las características de nuestra sociedad, de nuestro mundo; sobre qué es el pensamiento positivo.

El positivismo o filosofía positiva es una teoría sociológica creada por uno de los padres de la sociología, Augusto Comte (1798-1857) y desarrollada posteriormente por el inglés Herbert Spencer (1820-1903). Para no caer en divagaciones, centraré brevemente cuáles son algunas de sus características: Consideran que el único conocimiento auténtico es el conocimiento científico. Afirman que no es posible alcanzar un conocimiento de realidades que estén más allá de lo dado, de lo positivo, y que el único método para conocer es el de las ciencias naturales, especialmente la física. Consideran, pues, al ser humano exclusivamente desde el punto de vista objetivo, es decir, como un dato empírico, como objetos, sin tener en cuenta su dimensión subjetiva.

Comte consideraba que la sociedad debe estar estructurada de forma piramidal, con un reparto jerarquizado de funciones; la cúspide de la pirámide debe estar ocupada por los técnicos y los científicos. Herbert Spencer, aplicando a la vida social el evolucionismo darwinista, sostuvo que en la sociedad se produce la pervivencia del más fuerte: unos son fuertes, otros débiles, y esto es ley sagrada, sin que podamos oponernos a ello, sin alternativa posible. La “selección natural” es un mecanismo implacable y cualquier intento de limitarlo, venido de los poderes públicos es innecesario, inútil e inconveniente.

Para ser breve, indicar que esta teoría social, el positivismo, se ha reformulado en los últimos tiempos con el término “Pensamiento único” acuñado por Ignacio Ramonet en 1995, en un editorial de Le Monde Diplomatique. Según éste, los rasgos del “pensamiento único”, positivo, son la preeminencia de la instancia económica sobre la política y la consideración del mercado como el único medio para una asignación eficaz de los recursos. Es decir, reducción de la intervención del Estado, de la política, y fomento de la competitividad, según la fórmula: “Menos Estado, más Mercado”.

Bárbara Ehrenreich, bióloga y activista por el cambio social en el contexto de Estados Unidos, en su libro “Sonríe o muere: La Trampa del pensamiento positivo” (2009) considera que el pensamiento positivo es “una ideología, una especie de difuso consenso cultural que se disemina por contagio; y que tiene sus portavoces y sus predicadores como son, entre otros, los libros de autoayuda, la economía de mercado, la religión y la psicología positiva”. “… ser positivo no es tanto un estado anímico o mental como un elemento ideológico… a esta ideología se le llama “pensamiento positivo””.

Los consejos propios del pensamiento positivo pueden ser según Bárbara Ehrenreich los siguientes: “… piensa como un ganador, no como un perdedor… El truco, si quieres progresar, es fingir que te sientes animadísimo, por mucho que quizá no sea así en absoluto…  se exige estar de buen humor, y llevar la contraria se considera como una traición… Debes evitar quejarte demasiado, ver lo malo de las cosas, y dejar que toda esa negatividad se note… una personalidad negativa no beneficia nunca en nada cuando se trata de socializar… se tiende a marginar a los escépticos” (Rasgos del “optimista positivo” extraídos del libro de Bárbara Ehrenreich ya citado). Y para esto analiza con precisión oficios que requieren de esta actitud positiva permanente: telefonistas, azafatas, comerciales, representantes, etc.

El ser positivo no solo parece lo normal, sino que es lo normativo, lo que debe ser, lo que uno tiene que ser. Se usan los términos “positivo” y “bueno” como sinónimos. O ves el lado bueno de las cosas o te vas al fango.

Por último, recojo un textito de Arthur Schopenhauer (1788-1860), “filósofo del pesimismo”; pero que les aseguro que no lo es tanto, en su magnífico “Aforismos sobre el arte de vivir”: “Así pues, lo primero y más esencial para nuestra felicidad es aquello que somos, o sea, nuestra personalidad,... Y sin embargo, los hombres se afanan cien veces más en adquirir riquezas que en cultivar su espíritu; y ello a pesar de que está fuera de toda duda que lo que uno es contribuye mucho más a nuestra felicidad que lo que uno tiene” (Páginas 22-25).

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