¿Cultura para todos? El apartheid del conocimiento

Si queremos cambiar las cosas, no debemos caer en excesos de signo contrario, con frecuencia puros delirios elitistas

Puesto de libros en una imagen de archivo.
Puesto de libros en una imagen de archivo.

Permitan que les cuente un secreto: leer no es bueno o malo en sí mismo. Todo depende de lo que lees. Importa la calidad, no la cantidad. A don Quijote, un empacho de lecturas, que no fue capaz de digerir adecuadamente, lo condujo a la locura. Ahora, los resultados tampoco parecen demasiado prometedores. Cuando se promueve la lectura por la lectura, se desactiva su potencial subversivo. Porque… ¿De qué sirve leer una colección de banalidades? 

En teoría, el saber se ha democratizado más que en cualquier otro momento de la historia. Sin embargo, al mismo tiempo, su consideración social amenaza con hundirse. Antes, un profesor era una especie de sacerdote laico en el templo de la cultura. Ahora, en cambio, la gente admira a los influencers, a los personajillos de las revistas del corazón o la telerrealidad. Ser famoso se ha convertido en un fin en sí mismo, no en algo derivado de una actividad legítima dentro del arte, del deporte, de la ciencia… Si sales en televisión, ipso facto eres importante. Aunque digas tonterías. En cambio, el estudioso que se quema las cejas con una tesis doctoral sobre, pongamos, Miguel Ángel o Luis de Góngora, si nos parece un friqui. ¡Es el mundo al revés!

Si queremos cambiar las cosas, no debemos caer en excesos de signo contrario, con frecuencia puros delirios elitistas. La cultura… ¿Nos vuelve más libres? Yo tengo un doctorado y mi padre estudios primarios, pero ni se me ocurriría pensar que soy más libre que él. La cultura… ¿Antídoto contra el fascismo? Hitler, no lo olvidemos, triunfó en Alemania, el país más culto de Europa. Eminencias como Heidegger o Karajan fueron vergonzosamente cómplices del Tercer Reich. 

Se dice a la gente que los libros son importantes, pero de un modo infantil, como si fueran objetos mágicos. No se enseña al común de los ciudadanos a ser críticos y educar su propio gusto. Eso es así, en parte, porque los propios intelectuales fomentan el fetichismo de la cultura para aparecer ante el mundo como una especie de brujos todopoderosos. “Eh, hacednos caso, que hemos estudiado”, repiten una y otra vez. Pero, precisamente porque algún conocimiento tenemos, sabemos que el gobierno de los sabios, que preconizaba Platón, desprende un tufo totalitario. Los intelectuales son necesarios, pero no como si fueran profetas de verdades reveladas. Precisamente porque nos enseñan a ser críticos, debemos cuestionarles también a ellos. 

En el mundo injusto en el que vivimos, la desigualdad viene marcada no solo por la distribución de la riqueza, también por un acceso muy diferente a las fuentes del conocimiento. El niño de clase obrera que destaca en sus estudios se convierte enseguida en un bicho raro, siempre a partir de criterios muy simplistas acerca de lo que es útil. ¿Sirve de algo la Historia? En Ámsterdam, escuché atentamente la explicación de un taxista sobre cómo ir al hotel hasta que se ofreció él mismo a llevarnos. Entonces le dije que no porque percibí en él un interés personal. Su información, por tanto, podía ser falsa. Acerté. El hotel estaba, en realidad, dentro del aeropuerto. Mi formación de historiador me hace desconfiar de las fuentes que intentan venderme algo. 

Es cierto que no cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no es verdad que el presente sea, por definición, superior al pasado. Antes, entre los trabajadores, se hacían sacrificios para acceder al saber. Aunque fuera sacando tiempo de dónde no lo había tras una dura jornada de trabajo. Ahora, en cambio, la cultura de masas fomenta el individualismo y la comodidad. Todo tiene que estar masticado. Nada de asumir nada parecido a un reto para el intelecto. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Algunas de las claves las encontremos en Los usos del alfabetismo (Capitán Swing, 2022), de Richard Hoggart, un estudio clásico, publicado por primera vez en 1957, que nos muestra como una sociedad, en este caso la británica, puede ganar en bienestar económico y perder en diversidad cultural.    

De cuando en cuando, surgen voces que alertan a la izquierda para que defienda el viejo programa materialista, basado en mejores condiciones de trabajo. Cualquier progresista está de acuerdo en eso, pero… ¿Es suficiente? Hoggart puso el dedo en la llaga cuando advirtió que “si la minoría activa se permite seguir pensando de un modo demasiado exclusivo en objetivos políticos y económicos inmediatos, traicionará culturalmente su propia causa”. Al decir esto, el crítico británico pensaba en un curso de filosofía para estibadores que no había llegado a realizarse porque se trata de una materia supuestamente inútil para este tipo de obreros. Así estamos también ahora: gente que se las da de avanzada asegura que hay que conectar la enseñanza con la realidad de los chavales. Detrás de esta teoría solo hay clasismo, el de los que niegan que la cultura pueda ser para todos. 

Hoggart se rebela contra la dictadura de lo mayoritario, esa imposición que en nuestros días se ha vuelto mucho más aterradora, por la que cualquier cosa con el visto bueno del gran público se convierte, por definición, en un producto de calidad. Todo lo demás, en cambio, se denigra como una manía propia de “culturetas”, horrible término que no muestra más que desprecio hacia la inteligencia. Por este camino, la antigua cultura de los trabajadores se diluye dentro un mundo en el que prima el entretenimiento, no la sustancia. Todo tiene que ser espectáculo. 

Llegamos así a formularnos preguntas incómodas. Suponemos que vivimos en la sociedad más libre de la historia y que cualquiera, con su esfuerzo, puede ascender,  materializar su particular versión del sueño americano. Pero… ¿Y si, en realidad, estuviéramos más cerca que nunca de volver al antiguo sistema de castas? La cultura se convertiría así en el patrimonio de una élite que arrojaría, al resto de la población, pobres migajas para proporcionarle una falsa sensación de libertad.   

Vivimos tiempos pésimos para las utopías. Mal asunto. Además de comer y vestir necesitamos sueños y eso es precisamente lo que nos da la cultura. El conocimiento puede parecer a otros aburrido. Para mí, en cambio, es una épica que requiere espíritu de sacrificio, el valor de los héroes y el ascetismo de los santos. 

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