Crónicas de un pueblo de Burgos: los Balbases

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Llegar a viejo en un pueblo plantea otros síntomas de mayor tranquilidad.

En los pueblos la historia es como un abecedario. Anécdotas, recuerdos, intrahistoria y detalles se reparten en la conciencia de sus gentes. Algo sintomático asimismo es que todas esas letras están en posesión de la memoria de los más ancianos. De los que se fueron ya nos queda poco. De los que están aún hay, pero pesa la falta de interés o el olvido al que están sujetos. Es que estamos en una sociedad desposeída del afecto por los mayores. Como si la juventud fuera un refugio de aplicaciones para el móvil, besos al mejor postor y duplicaciones de realidad. 

Sin embargo, llegar a viejo en un pueblo plantea otros síntomas de mayor tranquilidad. No siempre cerca de los medios o recursos propios de una ciudad. Pero a cambio disponemos de la lentitud, de un tiempo ilimitado, de un campo roturado, de árboles que se merecen un buen despertar, de arroyos que apenas vencen la sodomía de la sequía, de crepúsculos a salvo de cualquier grito o de rincones que, si viniera algún poeta de mediados del siglo XIX, hallaría aquí los mejores prolegómenos para sus versos. Nada más que aquel sentimiento tan subjetivo como el de propiciarse lugares oscuros para el alma. 

Y si de lugares oscuros se trata, tan oscuros como la bruma, tan bellos como una mariposa en la piel o tan sensibles como la agonía de una sombra perpendicular, no hay más que detenerse en cualquier pórtico, bóveda, pila bautismal, capitel, artesonado, órgano desvencijado, escalera de coro silenciosa, llaves del tamaño de dos palmos, torre donde anida media docena de palomas, ancianos con su bastón a cuestas o bodegas donde audita el viento. Alguno de esos nos ha de llegar bien certeros, bien cercanos, a lo indispensable.

La iglesia de San Millán. Perdonada por el tiempo. A pie de un cerro al que se subía a por yeso. Una torre que parece rescatar los tiempos de la Reconquista o de las algaradas medievales. Una de las dos del pueblo. La del barrio pequeño. Pues la de San Esteban, la del otro barrio, el Grande, la mira con denuedo o cortesía. Así vivió el pueblo y sobrevive desde el principio de los tiempos. Así duerme y los primeros domingos de cada mes, alguien acude, la abre sin mucho esfuerzo, enciende algunos focos, devuelve la luz a un artesonado mudéjar al que colocaron las vigas maestras al revés y se esconde por algún hueco para dar los sucesivos toques de campanas hasta que acude la mayor parte del pueblo, a la una del mediodía, con una soberana puntualidad que ya quisieran para sí muchos que yo conozco, al otro lado del océano, y que hacen de lo contrario una virtud, cuando la virtud está en responder con la misma objetividad que la sencillez en la aguja de un reloj. 

Esta iglesia está en la mismísima corona de una elevación. El resto es el antiguo cementerio que giraba en torno a la misma. Los muros de contención, con piedra de sillería, sillarejo o simple desenvolvimiento del azar. Y las bodegas, de boca negra, adustas, reparadas las unas y abandonadas las otras, que hasta hace unos pocos años se compraban y vendían con la palabra como artífice y sin mayores escrituras. Y ruinas. Ruinas por todas partes. Aquí y allá. Viejos muros. Tapias. Solares donde se volverá a edificar. La antigua hornera. El pueblo. El bendito pueblo. Las conversaciones de la Herminia que, con sus setenta y siete años, mantiene viva la memoria de la iglesia y suele estar cada dos por tres, hasta el día en que no le respondan las piernas. Y como mayoritariamente aceptamos los más jóvenes, a nosotros, que somos la tercera o cuarta generación de aquellas familias de principios del XIX, ya no nos importan tanto aquellas eternas diferencias de lindes, ideologías, perspectivas, nubes y pactos que encerraban las relaciones vecinales de hace más de cien años. Algo que, me supongo, pesaría lo suyo hasta en los recuerdos o en la forma de referirte a ellos. Sin embargo, para quien escribe o destaca la oportunidad de rescatar un poco de historia, la sensación es nueva y bien dichosa.

Abrir las puertas de la iglesia y dejar que penetre la claridad. Abrir los ojos al olvido. Molestarse en entrar y observar, supongo que un antiguo capitel, que ahora cumple las funciones de depositario de agua bendita. Los arcos góticos. Los antiguos confesionarios policromados. El coro que está en muy mal estado. Dos viejas lápidas funerarias, una de las cuáles advierten que podría remontarse a los tiempos del Cid. La Herminia trotando de aquí para allá. Como si tal cosa. Algunas chimeneas humeando fuera, de forma que el horizonte está marcado por las delgadas líneas del humo. Muchas gentes subieron acá. Al tenor de la campana. Todas se miran entre sí. Abundan los viejos de toda la vida. También me supongo que es como en Baltanás, donde me cuentan que cada dos o tres meses se da una sucesión de fallecimientos entre los más mayores, perdiéndose con ello el rastro de la historia. 

Por eso es imprescindible escribir, anotar, alojarse, caminar, vivir y detallar. Tanto más cuanto más se vive. Alguien que quede encargado de ello. Escribano de los pueblos. Carretero de caminos que ya no se hallan. Relatar con la mayor de las libertades. Ser escuchador, aunque no exista la profesión en el diccionario o en los libros de gramática. Para eso se inventa. Para proseguir. Sea de camino a la iglesia o, una vez sentida, de vuelta al calor de una chimenea. 

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