El camino hacia el 23-F

El PSOE, consciente de que el líder de la UCD constituía el máximo obstáculo que se interponía en su acenso al poder, no dudó en atizar las disensiones internas dentro de la formación centrista

Tejero, el 23F.
Tejero, el 23F.

El intento de golpe de Estado del 23-F no salió de la nada. Los cuerpos armados contemplaban con incomodidad evidente la transición hacia la democracia. En 1977, el Consejo Superior del Ejército emitió un intimidante comunicado en el que expresaba su rechazo a la legalización del PCE, una decisión que admitía por disciplina a la vez que expresaba su voluntad de cumplir con sus deberes patrióticos "con todos los medios a su alcance". Eso fue lo que salió publicado, pero la redacción previa era todavía más dura, un auténtico acto de insubordinación. Al año siguiente, un primer intento de golpe de Estado, la Operación Galaxia, se saldó con un fracaso, pero dos líderes, el teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero y Ricardo Sáenz de Ynestrillas, recibieron condenas muy suaves. 

Por suerte, los militares antidemócratas no contaban con ningún líder capaz de afirmar su autoridad sobre el resto. Según el historiador Bernat Muniesa, el ejército por entonces una institución acéfala, en la que los puestos de autoridad estaban en manos de pequeñas copias de Franco. Podían soltar exabruptos de cuando en cuando, pero sin atreverse a pasar a la acción. Eso fue lo que les recriminó Blas Piñar, el conocido dirigente ultra: “hablaron mucho y no hicieron nada”. 

ETA, con sus continuos atentados contra el Ejército y la Policía, trataba de empujar a los cuerpos armados hacia un estallido involucionista, dentro de una estrategia de cuanto peor, mejor. En los funerales de las víctimas, la desesperación provocaba conatos de indisciplina. El tremendo estrés del servicio en el Norte incluso empujo al suicidio a varios guardias civiles. De todo esto, en los círculos de la extrema derecha, se culpaba a la supuesta negligencia de las nuevas autoridades democráticas. Mientras el ambiente se enrarecía más y más, los agentes no disponían de medios adecuados para enfrentarse a unos enemigos que actuaban con tácticos de guerrilla urbana. 

Entre tanto, la UCD, víctima de las disensiones internas, se desintegraba a marchas forzadas. La cuestión autonómica favoreció este proceso de autocanibalismo, tras la oposición del partido a apoyar el referéndum andaluz sobre el acceso la autonomía. Suárez, además, había dejado de tener contar con el apoyo del monarca, como pudo comprobar, estupefacto, Santiago Carrillo, testigo de como Juan Carlos no se mordía la lengua para criticar al jefe del Gobierno: "En diciembre de 1980 me llamaron para asistir a la Zarzuela y el Rey puso a Adolfo Suárez a bajar de un burro, estuvo hipercrítico". El líder comunista pensó que, si el monarca se manifestaba delante suyo en esos términos, sabiendo como sabía que él y Suárez eran amigos, seguramente se mostraría mucho más duro al hablar con los jefes militares. 

Juan Carlos hizo algo peor que hablar mal de su presidente en privado. En su mensaje de la Navidad de 1980, realizó un llamamiento a los que gobernaban el país para que antepusieran la democracia y el bien común a sus intereses personales. Sus palabras eran una indirecta diáfana a Suárez para que abandonara el cargo. De esta forma, el monarca rompía con la neutralidad política que le imponía la Constitución. 

El PSOE, consciente de que el líder de la UCD constituía el máximo obstáculo que se interponía en su acenso al poder, no dudó en atizar las disensiones internas dentro de la formación centrista. Eso supuso cortejar a algunos de sus dirigentes, como Fernández Ordoñez, para que se incorporaran a las filas socialistas. La moción de censura de 1980 supuso el momento culminante en esta estrategia de acoso y derribo. Desde la tribuna parlamentaria, Alfonso Guerra, no sin instinto asesino, dijo que "el señor" Suárez ya no soportaba más democracia y la democracia y no podía soportar más a Suárez. Éste, aunque salió vencedor gracias a su mayoría parlamentaria, quedó políticamente muy tocado. Años más tarde, en sus memorias, Francisco Bustelo criticaría la estrategia demasiado agresiva del que entonces aún era su partido: "El PSOE fue tremendo en su agresividad y parcialidad como principal partido de la oposición a los gobiernos de UCD. Lo fue mucho más de lo que luego serían el Partido Popular e Izquierda Unida con los gobiernos socialistas". 

Dentro de sus propias filas, a Suárez se le multiplicaban los conspiradores mientras el Rey no dudaba en pedirle un cambio de rumbo. De hecho, en un alarde de imprudencia, Juan Carlos llegó a expresar su descontento hacia el presidente en una conversación con el embajador de Estados Unidos, Terence Todman. El monarca estaba inquieto con un líder que parecía incapaz de poner en orden en su propio partido y no acertaba a hacer frente a los grandes problemas del país, con el desempleo disparado y el acaso del terrorismo de ETA. En semejante tesitura, no parecía descabellado temer un colapso institucional que pusiera en peligro a una Corona de reciente implantación y, por eso mismo, todavía frágil. 

Este contexto de inestabilidad iba a favorecer los proyectos involucionistas. Tejero volvió a intentarlo el 23 de febrero de 1981, en un golpe que se inició de forma espectacular con el secuestro del Congreso de los Diputados. 

¿Viejas historias del pasado? Espero que sí, pero no puedo evitar una sombra de inquietud cuando veo cómo, en las redes sociales, la ultraderecha llama a levantarse contra Pedro Sánchez. En democracia, a los dirigentes que no nos gustan los quitamos con el voto y no de otra forma. 

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