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Las sobremesas del verano dan para mucho. El calor que azota las calles de nuestra soleada patria a media tarde es una razón bastante poderosa para adherirse al sofá después del gazpacho.

Las sobremesas del verano dan para mucho. El calor que azota las calles de nuestra soleada patria a media tarde es una razón bastante poderosa para adherirse al sofá después del gazpacho. Y así, apoltronados y semiinconscientes, buscamos a tientas esa prolongación de nosotros mismos —que es el mando a distancia— para acompasar nuestro comatoso estado con el suero catódico apropiado. Solemos encontrarlo en los siempre socorridos documentales de animales. La plácida sabana africana o la indómita selva virgen son buenos lugares para la modorra siempre que nos separen de ellos una pantalla de plasma y miles de kilómetros. Hace poco, uno de esos viajes entregados por Morfeo fue amenizado por un audiovisual protagonizado por unos adorables primates: los orangutanes. Resulta que la mamá orangután se pasa casi toda su vida en lo alto de los árboles construyendo cada noche un nuevo nido y… cuidando de sus crías. Nunca jamás abandona a sus bebés a los que por lo general asiste hasta que alcanzan la edad de seis o siete años, siendo esta la dependencia materna más larga de todo el reino animal. 

Con una zozobra notable aún sobre las funciones cognitivas, seguí discurriendo entre el proceder simiesco y me acordé de —o soñé con— gorilas. Estos miembros de la fauna, los más grandes primates vivos, comparten el nido con sus hijos incluso hasta los seis años. Los bebés gorilas necesitan mamar al menos una vez cada hora hasta que tienen cuatro o cinco meses, lo que refuerza (se quiera o no) el vínculo materno. Incluso después de cumplir el año, las progenitoras nunca dejan que sus pequeños se alejen a más de cinco metros de ellas. Y si entre simios anda el juego, recordemos que las cuatro grandes especies vivas (chimpancés, gorilas, orangutanes y humanos) tienen bastante en común. Concretamente, el genoma del orangután es idéntico en un 97% al del ser humano. Lo dilucidó una investigación que fue portada de la revista Nature en 2011, la cual dictaminó además que el orangután apenas ha evolucionado genéticamente en los últimos 15 millones de años. Ahí es nada. 

Este tipo de estudios nos proporcionan —a los simios sapiens sapiens— una perspectiva única sobre nuestros propios orígenes. Si somos tan parecidos genéticamente a chimpancés, gorilas y orangutanes, me pregunto si nuestros propios comportamientos “sociales” tendrán también un claro componente atávico y animal. Uno de los fenómenos que mejor nos permite observar esta imbricación entre lo innato y lo aprendido es precisamente esa dependencia materna, y por extensión, familiar. Si bien está claro que los orangutanes se encargan por completo de sus vástagos hasta los siete años o que los gorilas comparten su casa con la prole hasta más o menos la misma edad, desconocemos cuándo se corta realmente ese cordón umbilical en el caso de los humanos. La dependencia en el caso animal se considera un hecho biológico; la propia supervivencia de la especie radica en esa idiosincrasia simiesca tan particular, pero… ¿hasta cuándo hemos de mantenernos en el mismo nido o a menos de cinco metros de quien nos fecundó?

Es evidente que la dificultad de confeccionarnos una morada propia es bastante más gravosa —Euribor mediante— en el caso de las personas, pero más allá de la forzosa dependencia económica, se encuentra la emocional. Los infantes primates podrían, superados esos seis años, separarse de sus madres sin sentimiento de culpa alguno ni temor a decepcionar a la señora orangután. Sin embargo, nosotros lo tenemos algo más complicado. Incluso después de abandonar la madriguera, alimentarnos por nuestra cuenta y elegir a otros miembros de la especie, nuestro cordón sigue intacto y simplemente se ha estirado algo más de cinco metros. La relación intensa queda bien acotada en el resto de simios, pero los humanos nos debemos a la llamada diaria —o quizás en plural, irritación mediante—, las celebraciones y compromisos, las visitas esperadas y las espontáneas, los cuidados de rigor y toda una cultura nuclear auspiciada por los centros comerciales. Es entonces cuando la voluntad se debilita de manera proporcional al creciente sentimiento de obligatoriedad. Cuando el pequeño primate percibe —o le sugieren— que no hace lo suficiente y que no desea hacer más, con frecuencia respira hondo, acomoda su cuerpo en el sofá y sueña con recorrer las islas de Borneo o de Sumatra. En busca de un árbol frondoso y sin cobertura, uno distinto cada noche en el que anidar y… desde el que enviar postales. 

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