Llega mayo y con el mes de las flores, la capa de albero que cubre sus zapatos.
Llega mayo y con el mes de las flores, la capa de albero que cubre sus zapatos. Va de punta en blanco, maqueado y reluciente, y siempre aparece la sororidad devota o el sacerdocio fraterno dispuestos a darle el bautizo sacramental. Porque, si somos sinceros, hasta que no le manchan los bajos de amarillo no se pisa en serio el Real.
Ni tacones, ni botas camperas. Ni tarimas flotantes, ni jinete a caballo. Nada le va a librar de la tragicomedia que pigmentará sus zapatos, salpicará sus pantalones o polinizará los poros de la piel provocando estornudos y chutes de ventolín al más desasmado.
Un rebujito en un vaso rebosante. Un pisotón con el que no le dolerá el corazón pero sí mucho los pies. Un levante que se arranca por bulerías envolviéndole con una fina capa de sedimento como si de un mantoncillo se tratase. O el charco providencial de agua -en el mejor de los casos- que le irrigará el sentido de pies a cabeza.
Así y todo, vuelve a casa con los zapatos color albero, tan pálidos, tan sucios, tan viejos, como la imagen de la feria con filtro de Instragram que acaba de pisar. Tan decrépitos que da pena limpiarlos. Están quienes optan por no pasarle el trapo, porque son los guerreros de la fiesta grande: bonitos, cómodos y duros para aguantar otro año más. Los mismos que acumulan polvo de no se sabe cuantas ediciones y que no hay podido tirar por más mierda que guarden sus tiras, suelas y costuras. Están también quienes, más pulcros, los limpian esbozando una sonrisa enigmática -sin sentido para quien les observa-, al rememorar los momentos pisados, los suelos vividos y los cielos que les quedan por taconear. Porque, no lo olvide, el buen feriante nunca dejará de serlo, porque polvo es y en albero se convertirá.
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