La Conciergerie de París.
La Conciergerie de París.

Gracias a que de vez en cuando me da por revisar viejos cuadernos en los que voy anotando mis lecturas, he podido descubrir que hoy hace veinticinco años que leí por primera vez al abate Marchena. Y como andaba yo buscando asunto para el artículo de esta semana, me ha parecido que la ocasión era inmejorable para recordar a aquel personaje excesivo, apasionado y febril, cuya azarosa vida lo llevó a transitar por los márgenes de la literatura española y a ser, probablemente, uno de los pocos españoles con algo de protagonismo en la Revolución francesa.

Tenía yo diecinueve añitos la primera vez que me topé con uno de sus artículos, y la impresión que me produjo fue de tal calibre que ya no pude dejar de leerlo hasta dar cumplida cuenta de su obra completa, que, por otra parte, no es muy abundante.

A la olvidada figura del abate Marchena le dediqué el primer trabajo medianamente académico que me exigieron hacer en la Facultad de Filosofía y Letras donde estudié. Y cinco o seis años más tarde, cuando publiqué mi primer libro, que era una frívola colección de curiosidades históricas, no pude evitar la tentación de incluir un capítulo a él dedicado, donde la curiosidad, por supuesto, era su propia vida.

El abate Marchena. Retrato de un provocador, se titulaba aquel breve escrito. En él hacía repaso de algunos de los calificativos que mereció por parte de sus contemporáneos, y contaba alguna que otra anécdota sobre su vida, como aquella que nos legó Jean Baptiste Louvet en sus Memorias, según la cual, estando preso Marchena en la cárcel de la Conciergerie de París, desafió en reiteradas ocasiones a Fouquier, el acusador público, en estos términos: “me está usted olvidando. Estoy aquí para que me guillotinen”.

Hoy, sin embargo, parece que su figura empieza a ser reivindicada de nuevo, hasta el punto de que su localidad natal, Utrera, dedicó el pasado año 2018 a homenajear a uno de sus vecinos más notorios, con gran despliegue de medios y página web incluida, exposiciones sobre su vida, obra y milagros, y hasta un libro de relatos coordinado por la escritora y periodista Eva Díaz Pérez, que ha publicado la Fundación José Manuel Lara, y que cuenta con textos de importantes firmas como las de José Calvo Poyato, Jesús Maeso de la Torre o Alberto González Troyano.

Me alegro mucho. Ya iba siendo hora de que también José Marchena (1768-1821) tuviera la atención que su peripecia vital, y su obra, merecen.

Para los amantes de las curiosidades históricas diré también que Arturo Pérez-Reverte, en el año 2015, publicó la novela Hombres buenos, donde aparece un personaje secundario al que se nombra como abate Bringas, pero que es trasunto del abate Marchena. Y aunque Pérez-Reverte se toma la libertad que le concede la ficción para situar el año de nacimiento del personaje en la década de 1740, para hacerlo coincidir, ya cuarentón, con el escenario prerrevolucionario de su obra, no cabe duda de que detrás de su personaje ficticio sobresale, inspirador y sugerente, el personaje real de José Marchena. Muy acertado me parece también, en esa obra, que Pérez-Reverte haga morir guillotinado a Bringas junto a Robespierre y Saint-Just, y que sus últimas palabras, justo antes de que bajara la cuchilla, fueran estas: “iros todos al carajo”.

Obviamente, no ocurrió así en la realidad, pero bien pudiera haber ocurrido, motivo por el cual no resulta descabellado imaginarlo en una ficción.

El abate Marchena vivió esa época crítica de la historia de España en la que un ilustrado tenía que decantarse entre ser un enemigo declarado de todo lo francés, o ser un afrancesado y sufrir el desprecio de sus paisanos bajo la acusación de traidor a la patria. Ante esta disyuntiva, se declaró en favor de las corrientes de libertad que venían de Francia, y probablemente ahí debamos encontrar las razones del olvido en el que cayó su obra durante tanto tiempo.

Sin embargo, algunas de sus ideas, y algunos de sus aciertos, siguen teniendo tal vigencia en nuestra época, que no he podido evitar la tentación de tomar prestado uno de ellos para titular el artículo de hoy e invitar, de paso, a la reflexión.

Aparece en uno de los artículos que publicó en El Observador. El tema del día era la necesaria y urgente reforma que precisaba el teatro en el siglo XVIII, al que los ilustrados pretendían convertir en una afilada herramienta para instruir y educar a la población. En ese artículo aparece un personaje que, tras muchos años fuera de España, acude al Coliseo de los Caños del Peral para ver la representación de una obra, y tal es su asombro ante lo que allí vio, tales los disparates de que disfrutaba el público, y tan ordinarias y brutales las actitudes de los espectadores, que hay un momento en el que, sorprendido, eleva una pregunta que me parece un hallazgo lingüístico que sobrevive al paso de los años: “pero qué estamos, decía, entre cafres o entre europeos”.

Casi dos siglos y medio más tarde, aún podemos hacernos esa misma pregunta a poco que salgamos a la calle aguzando los sentidos. Dejo a nuestros lectores la búsqueda de ejemplos que ilustren lo comentado. Podría ser hasta un sano ejercicio de civismo crítico.

Pero, al margen de las ideas políticas de cada cual (que ese es un jardín en el que ni se me ocurre colarme), convendrán conmigo que, como poco, cuando se ve la rapidez con la que nuestros gobernantes dilapidan, por turnos, la herencia pública que recibimos de nuestros mayores, o cuando se observa con qué interesada irresponsabilidad se empeñan, los unos y los otros, en deteriorar la pacífica convivencia política forjada durante cuarenta años de democracia, resulte bastante razonable que a uno le entren ganas de preguntar, al igual que el personaje asombrado del abate Marchena: “a ver, señores, pero qué estamos, entre cafres o entre europeos”.

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