Admirar mezquinamente cosas mezquinas

Si un ejemplo vale más que cualquier explicación, para saber lo que es un snob nada mejor que fijarse en Frasier, el psiquiatra de la serie televisiva magistralmente interpretado por Kelsey Grammer

Un snob.
Un snob.

Si un ejemplo vale más que cualquier explicación, para saber lo que es un snob nada mejor que fijarse en Frasier, el psiquiatra de la serie televisiva magistralmente interpretado por Kelsey Grammer. Estrella de la radio, hombre de envidiable posición económica, a este personaje le pierde la obsesión por ser aceptado en los círculos más elitistas. Pero este afán por imitar a los que son más poderosos y elegantes, traducido en un complejo de superioridad, viene de muy lejos. En el siglo XIX, el escritor británico William Makepeace Thackeray lo censuró en El libro de los snobs (BackList, 2008), una obra maestra de la prosa cómica, en la que recopila los artículos que aparecieron en Punch, un semanario satírico. Su autor, por desgracia, no ha disfrutado de la fama de su más ilustre contemporáneo, Charles Dickens, a pesar de títulos como La feria de las vanidades o Barry Lindon. Si recordamos este último, es más por la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick.

Al apuntar contra los snobs, Thackeray se ríe con acidez de todas las variedades de un espécimen que él cataloga casi con precisión de entomólogo: los hay mercaderes, eclesiásticos, militares, universitarios… Sin embargo, apenas disimulado por la parodia, encontramos un propósito muy serio de censura moral, dirigida sin paños calientes contra una burguesía muchas veces hipócrita y obtusa.

Como dice memorablemente nuestro escritor, snob es “aquel que admira mezquinamente cosas mezquinas”. Por ejemplo, los títulos aristocráticos de una “casta privilegiada”, en contradicción total con el espíritu  de una Inglaterra que se enorgullecía de su espíritu liberal. Así, las gacetas de la época, igual que la denominada “prensa rosa” en la actualidad, tenían a gala informar sobre los acontecimientos más insignificantes en la vida de la nobleza: “…Hoy salió de paseo del príncipe de Pattypan”. Thackeray afirmaba que tales estupideces lo colocaban al borde del estado de sedición. En pleno auge de los reality shows, no sólo comprendemos su ira. Le compadecemos y sentimos la más profunda solidaridad con sus tribulaciones.´

La envidia que implica el esnobismo supone una postura reaccionaria ante la realidad. El snob no cuestiona la desigualdad de clases, sino que pretende asimilarse a la que es superior, las más de las veces a costa de un servilismo pueril. El libro de los snobs ejemplifica esta realidad con el caso un señorito que acude a estudiar a un prestigioso Instituto. Allí, en lugar de ser uno más, recibe un trato privilegiado. Por ser quién es y porque supone un impagable recurso publicitario para el centro. Si el hijo de un marqués acude a sus aulas, los padres se pelearan porque los suyos compartan su colegio. Eso antes de que el poseedor del apellido linajudo llegue a la Universidad, en la que también disfrutará de una corte de aduladores. La moraleja no ofrece dudas: el origen social tiene prioridad sobre el mérito. Por eso mismo, muchos preferían desposar a una mujer con buena dote que llevar al altar a una que fuera pobre, atrayendo así la ira de su parentela, rápida en volver la espalda al infractor.

Otro espacio donde los snobs se multiplican, el de los intelectuales, aporta numerosas dianas para un arquero eficaz. No es ningún secreto que entre los universitarios y los escritores abundan los pedantes y, peor aún, las divas, siempre atentas a la última idea novedosa, por insensata que sea, siempre que se exprese con un lenguaje abstruso para que los no iniciados crean que lo que se dice posee la profundidad de los arcanos más exquisitos de la sabiduría. Eso por no hablar de las envidias entre las supuestas eminencias, maestros a la hora de hacer que polémicas elevadas degeneren en el matonismo de la pluma. Thackeray, consciente de la vanidad de los sabios, da en el blanco de lleno al permitirse ironizar sobre sus disputas pueriles: “No conoce a los literatos ni de oídas, quien suponga que entre ellos hay uno solo bastante cobarde para vacilar antes de hundir el puñal en cualquiera de sus compañeros de profesión, sin pensar que aquella muerte había de contribuir al bienestar de la comunidad”.

La crítica posee una fuerza extraordinaria porque la formula alguien que sabe de lo que habla, al pertenecer a la casta que pone en la picota y compartir sus vicios. ¿Por qué, entonces, ese afán por ridiculizar a los suyos? Tal vez sea porque los británicos, a diferencia de los latinos, saben cómo reírse de sí mismos. Lo hacen con un humor elegante, destinado a suscitar la sonrisa cómplice del lector inteligente, sin apelar a sus bajos instintos para arrancar la carcajada ostentosa.

Pero la condena, en ocasiones estricta, de vez en cuando deja paso a una mirada amable, en el que los defectos ajenos se tratan con la indulgencia del que sabe que todos caemos en el esnobismo de una forma o de otra. No en vano, se trata de un vicio que admite múltiples grados, desde el leve al severo. El propio Thackeray no se considera ajeno al mismo, al igual que el escribidor de estas líneas, incapaz de resistir la tentación de disertar un poquito sobre literatura británica.

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