'El Príncipe' de Maquiavelo.
'El Príncipe' de Maquiavelo.

Allá por las primeras décadas del siglo XX, Antonio Gramsci, un ávido lector y revolucionario, estudió con arrojo el famoso tratado de estrategia política que el florentino Nicolás Maquiavelo redactó a comienzos del siglo XVI: El Príncipe. Como acostumbraba a hacer, trató de actualizar para su tiempo todos los aprendizajes que extrajo de este primer manual de la ciencia política moderna. En la obra de Maquiavelo, el Príncipe sería encarnado por un soberano de carne y hueso: el condottiero. Sin embargo, Gramsci comprendió que el príncipe moderno no podía ser ya un individuo concreto, sino un organismo complejo como aquel que había conducido a Rusia a una revolución proletaria: el partido.

Han pasado ya 100 años desde entonces, y a veces nos parece que esta forma-partido se ha eternizado, probablemente como resultado de una creatividad truncada que obstaculiza la capacidad para imaginar nuevas herramientas. Hace apenas un lustro, con la sorpresiva irrupción de Podemos en la arena electoral, se hicieron grandes esfuerzos por mitigarlo. Sin embargo, la llamada “maquina de guerra electoral”, un instrumento elaborado entonces para responder a las exigencias de la coyuntura, terminó por devorarse a sí mismo. La pregunta que deberíamos hacernos ahora, siendo conscientes de los errores cometidos en los últimos años, sería la siguiente: ¿nos encontramos en mejores condiciones de imaginar un príncipe para el siglo XXI?

Es cierto, como decía, que tal y como el condottiero de Maquiavelo se presentaba como una figura en cierta medida obsoleta para Gramsci, el partido de vanguardia que imaginó el sardo en sus escritos no puede ser ya la punta de lanza de los procesos emancipatorios en el siglo XXI. Lo que no querría decir que hay que renunciar a la forma-partido, en absoluto, sino que tenemos el reto de transcenderla. Nada de esto es nuevo, fueron discusiones que germinaron en las entrañas mismas de Podemos y que parecen haber quedado relegadas a un segundo plano por las urgencias de la coyuntura. En un momento como el actual, recuperar el debate sobre la forma y el espíritu de las organizaciones de partido se revela una urgencia democrática, y la decisión tomada por Adelante Andalucía de constituir un sujeto político propio, de carácter nítidamente andaluz, puede ser un buen punto de partida. Una organización de tales características debería tener en cuenta dos realidades a la vez paralelas y complementarias: España y Andalucía.

Al contrario de como podría llegar a plantearse, como andaluces deberíamos de aspirar a convertirnos en la vanguardia de una arquitectura territorial diferente para España. No me cabe la menor duda de que Andalucía podría tomar la iniciativa ofreciendo un modelo más inclusivo y democrático para paliar el déficit de federalismo del que España se ha visto aquejada durante siglos. Una Andalucía fraterna con el resto de los pueblos de España, como aquella que Miguel Hernández describe en los versos de Vientos del pueblo. Pero para ello, el andalucismo no puede continuar dibujando un antagonismo vacuo contra el “mesetarian”, debería de hacerlo oponiéndose a un modelo territorial del que Madrid o, mejor dicho, las élites madrileñas salen beneficiadas. El pueblo madrileño, como el cántabro o el extremeño, es también nuestro pueblo. Las familias que han pasado más de 40 días alimentándose con comida basura no tienen la culpa de sus oligarquías.

Ahora bien, si es cierto que no podemos apartar la vista de una realidad nacional más amplia, cada vez se hace más evidente la necesidad de construir una herramienta que ponga el acento en las preocupaciones y los intereses del pueblo andaluz, que no esté supeditada a las órdenes de una ejecutiva situada fuera del territorio. Con el tiempo hemos aprendido que de no ser así lo más normal es que seamos menospreciados. Pero más allá de la urgencia de contar con una organización que sirva de correa de transmisión de nuestras demandas al Congreso, en nuestra tierra vivimos tiempos terribles para la democracia. Recientemente conocimos la pésima decisión del presidente de la Junta de poner a Vox al frente de la comisión de reconstrucción de Andalucía, lo que se suma a una larga lista de despropósitos en el último año. Nuestro futuro es incierto.

La hidra de Lerna de las infames derechas ha encontrado los equilibrios necesarios para una coordinación de largo plazo y, para más inri, según hemos conocido en los últimos sondeos, tiene buena acogida. PSOE y Unidas Podemos están demasiado ocupados atendiendo a una pandemia global como para inquietarse por sus territorios. De ahí la premura por construir un instrumento con audacia e imaginación para confrontar en el terreno electoral a una (ultra)derecha retrógrada en lo cultural y neoliberal en lo económico.

Pero atender a los procesos electorales no es suficiente, nuestro tiempo histórico requiere de un proyecto de transformación más ambicioso. Pese a que el príncipe que Gramsci imagina para comienzos del siglo XX ya no pueda sernos útil en su totalidad, hay elementos que merecen ser recuperados. Es decir, aunque haya que renovar su morfología algunas de las tareas de antaño deberían de ayudarnos a sobreponernos al presente, especialmente esa que tiene que ver con la idea de una reforma moral e intelectual. Esta vez, en lugar de llevarla a cabo por un partido de vanguardia, deberíamos hacerlo con un partido en connivencia con los movimientos sociales y destinando todos los recursos posibles a la formación de cuadros y las labores de educación. Algo más parecido a un partido como espora, como ya decía Jorge Moruno allá por el año 2015.  En Andalucía habría que comenzar multiplicando los espacios de encuentro, tanto militantes como vecinales, para la promoción de nuestra cultura: gastronómica, musical, política…; a la vez que impulsando una transformación profunda de nuestro tejido productivo que nos permita rescatar trazas de soberanía y dejar de ser el patio de recreo del norte de Europa.

Llevar a cabo todas y cada una de estas tareas, tanto en la arena electoral como en la sedimentación de un nuevo sentido común, requiere de esfuerzos diligentes en tiempos aún más difíciles de lo habitual para nuestro pueblo. Pero quizás sea ese el motivo principal. Una vez más, habrá que sacar del baúl esa máxima de Gramsci tan sumamente manoseada y oponer al pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad.

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