Miniatura medieval francesa del mago Merlín. Ocho siglos después, los reyes de este mundo siguen buscando el consejo de quienes tienen un ojo en el otro.
Miniatura medieval francesa del mago Merlín. Ocho siglos después, los reyes de este mundo siguen buscando el consejo de quienes tienen un ojo en el otro.

Ninguna de las conclusiones de nuestra primera entrega nos ayuda a explicar por qué, en este XXI en el que vivimos, la mayor parte de la población mundial sigue creyendo de algún modo en la magia, la adivinación y otros modelos explicativos oficialmente descatalogados por el establishment cultural. La adopción paulatina de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos parece no suponer una verdadera amenaza para las creencias sobrenaturales de millones de personas, por mucho que éstas estén en contradicción formal con aquéllos. Véase cómo proliferan el esoterismo, la clarividencia, la astrología o las terapias pseudocientíficas en los países más secularizados o tecnificados. Incluso se retoman tradiciones extintas, o presuntamente extintas, como la Wicca o el neopaganismo, que se remontan a cosmovisiones mágicas milenarias. Aunque es indudable que artes como la astrología han perdido prestigio en el mundo de la cultura, figuras de la talla del filósofo de la ciencia Paul Feyerabend o el premio Nobel de química Kary Mullis se han atrevido a salir en su defensa, criticando el arrinconamiento al que a su juicio es sometida por las disciplinas científicas «ortodoxas».

Nos consta que las élites del mundo no se privan de consultar a brujos, adivinos y chamanes. En 1988 la Casa Blanca confirmó que el presidente estadounidense Ronald Reagan frecuentaba la astrología, aunque él negó que influyera en sus decisiones políticas. Cuando la junta militar birmana se permitió el lujo, en 2006, de construir de la noche a la mañana una nueva capital en medio de la nada, todos decían que fue por consejo de los mismos astrólogos que inspiraron la desmonetización de 1987 o el cambio del sentido de la circulación de 1970. Las protestas contra el gobierno de la vecina Tailandia, en 2010, incluyeron un conjuro junto a la oficina del Primer Ministro, sobre la que los manifestantes lanzaron cubos con su propia sangre. Otros ritos son menos pacíficos. Si los rumores quieren al dictador ugandés de los años setenta, Idi Amin, devorando ritualmente a sus enemigos, en 2016 se corrió la voz de que el actual presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, los despelleja vivos y se hace servir sus testículos y cerebros para obtener vigor sexual.

Si, de algún modo, la práctica de la magia o la adivinación expresa no poca frustración y ansiedad, también expresa una intuición más profunda: que todas las cosas del mundo están interrelacionadas

Aun quienes no se toman tan en serio estas cosas saben aprovechar su gran potencial simbólico: Mao Zedong reivindicó, para aclamación popular, la medicina tradicional china (entre otras razones porque implementar la «occidental» era más costoso), pero ni se le ocurría emplearla sobre su persona. El gobierno izquierdista de Evo Morales esperó al 21 de diciembre de 2012 para declarar «el fin del capitalismo y la Coca-Cola» en Bolivia, coincidiendo con el último día del antiguo calendario maya. Y no todo sucede en países remotos: en 2014 se hizo conocido que el expresident de la Generalitat catalana Jordi Pujol acudía a la consulta de una bruja gallega que le libraba de las malas energías mediante el método de pasarle un huevo por la espalda. Al parecer, el huevo se ponía negro en el proceso.

Sabiendo lo celosos de su imagen pública que son los políticos, es lícito pensar que por cada caso que sale a la luz debe de haber una infinidad que pasan desapercibidos. Pero, si consultar a brujos y adivinos encaja con los temores y las ambiciones propios del poder, también es cierto que la magia, de un modo u otro, y de forma más o menos camuflada, sigue presente en todos los estratos de la sociedad. Si la magia fuera simplemente una tecnología inútil, y la adivinación una especie de ciencia fallida (como argumentábamos), su persistencia en sociedades desarrolladas, o en vías de desarrollo, sólo se explicaría descalificando a todos los que aún se aferran a ellas como espíritus infantiles que no admiten los límites de la técnica y el conocimiento. Que se resisten a aceptar, por ejemplo, que la ciencia puede trasladarte a la luna pero no devolverte a tus seres queridos. Ellos, desde esta postura, no aceptarían las reglas de juego de la vida y se inventarían nuevas reglas que no encajan con la realidad. Sin embargo, los implicados juran y perjuran que la vida tiene otras reglas…

Creemos que la explicación es más sencilla, y a la vez menos perezosa. Pues, si, de algún modo, la práctica de la magia o la adivinación expresa no poca frustración y ansiedad, también expresa una intuición más profunda: que todas las cosas del mundo están interrelacionadas. Quizá sea esta intuición lo que millones se resisten tenazmente a abandonar frente a los crudos envites de la ciencia moderna, y no tanto, como se suele pensar, las formas particulares que adopta en términos mágicos o astrológicos. Estas teorías simplemente formalizan la intuición de la interconexión frente a las inquisiciones separatistas del intelecto racionalista; aunque, como de costumbre, se suele confundir el mensaje con el mensajero.

Me refiero a la intuición de que, pese a lo que nos sugieren los sentidos y una comprensión apresurada de la cosmovisión científica, los seres y objetos que pueblan el universo son personajes de una trama invisible que los conecta sin que ellos necesariamente lo sepan. La mística tiende a recalcar el misterio de la apertura del hombre a aquello a lo que está ligado sin saberlo, la experiencia directa de esa dimensión invisible, mientras que para la religión popular, eminentemente mágico-adivinatoria, no hay tanto misterio: ella prefiere ofrecer diagnósticos y métodos concretos para intervenir en la gran casuística espiritual de la realidad, que da por sentada. La magia es un medio para poner de nuestro favor esta interconexión inmaterial; la adivinación la escruta.

La idea de que todo tiene alguna relación con todo, aunque nos sea difícil –acaso imposible–representarla racionalmente, está presente en escuelas y tradiciones de todas las latitudes

La idea de que todo tiene alguna relación con todo, aunque nos sea difícil –acaso imposible–representarla racionalmente, está presente en escuelas y tradiciones de todas las latitudes, aunque no siempre se detallan las conexiones concretas entre el llamado macrocosmos y el microcosmos, por utilizar una de sus formulaciones más populares. Se trata, en palabras de Raimon Panikkar, de una

"intuición humana, oriental y occidental: que en todo ser están de alguna manera reflejados, incluidos y representados los demás seres. Todo nudo, dado que a través de los hilos está en conexión con toda la red, refleja en cierta manera los demás nudos. El ἐν παντὶ πάντα («todo en todo» o «todos en todos») de Anaxágoras, el sarvam-sarvātmakam del shivaísmo, la correlación microcosmos/macrocosmos de Aristóteles y de la Upaniṣad, el pratītyasamutpāda del buddhismo, la speculatio del neoplatonismo, la perichōrēsis del cristianismo (y Anaxágoras) y la naturaleza especular del universo (de speculum, espejo) de cierta filosofía, así como la ley del karman, las teorías del cuerpo místico de tantas religiones, la universalidad del intellectus agens de la escolástica musulmana, la razón universal del iluminismo hasta la morfogenética científica moderna, los campos magnéticos, la hipótesis «Gaia», y demás, parecen sugerir una visión del mundo menos individualista, en la que el castillo de nuestra historia no precisa, tal vez, de la defensa de dragones tan terribles". [1]

También podría destellar esta intuición en el monismo presocrático, en los fragmentos de Heráclito («De todas las cosas, una, y de una, todas») o en la concepción jaina del mutuo servicio de todas las almas (parasparopagraho jīvānām). La escuela budista Huayan sostenía no ya que los fenómenos están interconectados, sino que se inter-penetran reflejándose todos en cada uno. Esto venía ilustrado por la antigua imagen, de origen indio, de la realidad como una red de joyas que reflejan todas las demás. No es la única escuela del pensamiento chino que esgrime esta comprensión relacional, fundamental para las nociones de ying y yang o cielo (tian) y tierra (). Así Zhuangzi: «Nadie vive más que un niño muerto en la infancia; nadie muere más joven que P’eng-tsu [equivalente chino de Matusalén]; el cielo y la tierra nacieron conmigo; la miríada de cosas del mundo es una conmigo» [2]. Numerosas filosofías ligadas a culturas animistas parten de principios semejantes.

El humanismo renacentista, cuya dimensión hermética ha sido cuidadosamente maquillada de cara a la historia, simpatizaba con esta intuición: Quodlibet in quolibet (todo está en todo), escribía Nicolás de Cusa; Qui enim se cognoscit, in se omnia cognoscit (quien se conoce, conoce todo en sí), atribuía Pico della Mirándola a los maestros Platón y Zoroastro. En el mundo occidental, sin embargo, estas nociones tenían que vérselas con los dioses personales y trascendentes de las religiones monoteístas. A Giordano Bruno el panteísmo (la creencia de que Dios está en todas las cosas) le costó la vida en el siglo XVI; a Spinoza, la expulsión de la comunidad judía en el XVII. Schopenhauer los llorará a ambos y tratará de formalizar filosóficamente sus intuiciones mediante una ontología menos jerárquica que la de los Absolutos omnímodos de Hegel y otros idealistas, que tanto montan en este caso.

Mientras las grandes religiones de ayer pierden adeptos, el esoterismo, la magia, la adivinación y las terapias alternativas se infiltran por doquier, quizá porque presuponen la interconexión total sin vulnerarla con definiciones teológicas

Pero pronto vendría algo que iba a amenazar no sólo la aplicación mágica de esta interconexión espiritual de lo real, sino todos los grandes aparatos teóricos que la sustentaban. Se trataba de la ciencia, el materialismo y el racionalismo modernos. No es casualidad que la física newtoniana, donde los cuerpos y sus contornos están perfectamente delimitados, surgiera a la par que el moderno individualismo. Las filosofías materialistas, como el marxismo, experimentaron esta alienación, que atribuían al capitalismo o la industrialización, y trataron de proponer nuevas formas de religar el individuo a su entorno, ambiente, naturaleza o sociedad; al kosmos, que se decía en otro tiempo. En los años 30, los físicos descubrieron el fenómeno del entrelazamiento cuántico, que permite que dos o más partículas presenten efectos análogos aun cuando estén separadas por larguísimas distancias. La mecánica cuántica, tal como la conocemos hoy, ha sido acusada de irracional y paradójica, pero quizá un bantú o un hindú la verían con mejores ojos… lo cual no quiere decir, por supuesto, que sus formulaciones particulares del entrelazamiento invisible de los fenómenos tengan licencia cuántica.

Mientras las grandes religiones de ayer pierden adeptos, el esoterismo, la magia, la adivinación y las terapias alternativas se infiltran por doquier, quizá porque presuponen la interconexión total sin vulnerarla con definiciones teológicas. Nuestra época sigue luchando por encontrar sus propias descripciones de la misma intuición, ya sean más o menos científicas. Investigaciones tan dispersas como las teorías de la complejidad o del caos, el diálogo intercultural, la hipótesis Gaia, la ecología profunda o la psicología transpersonal aspiran a derribar la imagen legada por la revolución científica de un mundo de fenómenos aislados y claramente definidos.

Puede que en nuestros días suene ofensivo llamar a estos descubrimientos y elucubraciones recientes la «nueva astrología», pero no hay duda de que confirman y reflejan una misma búsqueda de complejidad y armonía.

 

[1] Raimon Panikkar, La plenitud del hombre: una cristofanía, Siruela, 2004, págs. 89-90.

[2] Stephen Owen, Readings in Chinese Literary Thought, Harvard Univ. Asia Center, 1996, pág. 188.

Sobre el autor:

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Óscar Carrera

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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