El laberinto del crimen de Juan Holgado

Este 22 de noviembre se cumplen más de 20 años del brutal asesinato en la gasolinera que marcó a toda una ciudad. Más de dos décadas de oscuridad para una familia rota

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A Francisco Holgado se le atragantan las palabras, tartamudea y abre y cierra muchos los ojos y tuerce la boca y parece que se avergüenza y por eso interrumpe el relato, el mismo relato de siempre, para admitir que ha estado siete años con tratamiento psiquiátrico. Respira hondo, agacha la cabeza, se quita la gorra, se frota los ojos, mira otra vez a la cámara y continúa con la historia, su historia, una tragedia dura y llena de aristas, contada en directo, tocada y trastocada y convertida en ficción, una historia que le quema porque el protagonista es su hijo muerto, asesinado de 33 navajazos, acuchillado sin miramientos una noche de noviembre de hace más de 20 años.

La cuenta a trompicones, regresa una y otra vez a la gasolinera y al brick, a las pruebas de ADN, traga saliva, vuelve atrás, insiste en que las cosas no se hicieron bien, la policía, la investigación, una cadena de errores, sangre por todas partes, en el suelo, en el mostrador, en la fotocopiadora, las pisadas, el escenario absurdamente contaminado y el vehículo oscuro y la medalla y cinco pares de huellas dactilares que, a día de hoy, continúan siendo de nadie. ¿O ya no?

Este hombre es Francisco Holgado, la persona y el personaje de su propia tragedia, la muerte de su hijo que en cierta forma fue también la suya, la de su madre, la de toda una familia rota y expuesta, hecha ya solo de tristeza, de heridas abiertas y de recuerdos. Dentro de la cabeza de Francisco Holgado, la fijación de que el caso no prescriba, pero también otra obsesión, más peligrosa, que no admite atenuantes ni réplicas, para la que no vale ningún argumento ni cabe ningún consuelo: la obsesión por no poder cambiar el pasado. “Si se hubiera…” “Si entonces…” “Si yo…” “Si el Juez…”.

Interior de la gasolinera de Martín Ferrador en la mañana siguiente al crimen. Escenas de sangre y lucha. FOTO: andaluciainformacion.es

Las ojeras, la perilla poblada y canosa, el balanceo constante, primero sobre un pie, luego sobre el otro, el Trangorex y el Apocard, los tranquimazines que le recetaba el médico y que él canjeaba a los yonkis por cualquier clase de información. La mente de Francisco Holgado es un laberinto lleno de vacíos, recovecos y puertas ciegas, un recorrido tramposo que siempre desemboca en los mismos sitios, la gasolinera, aquel hostal en las afueras de Valladolid, la plaza de la Asunción, Rompechapines. Y el juego perverso y agotador de intentar darle la vuelta, de retroceder en el tiempo, de cambiar las cosas.

¿Cuál fue el momento en el que se echó su suerte? ¿El día en que le dieron aquel trabajo? ¿El instante exacto en el que dijo “sí” a la posibilidad de cambiar el turno en la gasolinera de Martín Ferrador?

En todo hay un antes y un después, y nunca se sabe dónde termina lo uno y dónde comienza lo otro. ¿Dónde empezó la tragedia de Juan Holgado? ¿Cuál fue el momento en el que se echó su suerte? ¿El día en que le dieron aquel trabajo? ¿El instante exacto en el que dijo “sí” a la posibilidad de cambiar el turno en la gasolinera de Martín Ferrador? ¿Qué pieza de la larga sucesión de decisiones mínimas que suponen una vida lo abocó a la muerte? Francisco Holgado sabe que la caja registradora marcó su última operación a las 4 y un segundo de la madrugada. Los asesinos, presupone el sumario, estaban ya dentro. Así que al final de todas las preguntas hay solo una: “¿Qué pasó en ese segundo definitivo?”

Antes, Juan Holgado, 26 años, un currante aficionado al fútbol, formal y con novia, muy atento con sus padres, algo tímido, serio para sus cosas; después, un cadáver cosido a navajazos, su foto repetida en las pancartas, chaqueta oscura y corbata, uno de esos retratos de estudio con el fondo coloreado, su nombre en los muros de medio Jerez, el espectro difuso y maleable en el que se convierten los muertos cuando están en boca de los taxistas, de las señoras que hacen la compra en el mercado, de todos los delincuentes de la ciudad.

Antes, Francisco Holgado, empleado de banca, la cara redonda y unas gafas enormes, hecho a la cómoda rutina de la clase media, un vecino anónimo y tranquilo, la serenidad de espíritu que sólo se reconoce cuando se ha perdido; después, un extraño con peluca y bigote postizo que deambula por todos los tugurios de la periferia, dándole palique a los enganchados y a sus camellos, cada vez más flaco, cada vez más nervioso, cada vez más obcecado en que hay alguna pieza fundamental que se le escapa, cada vez más seguro de que más pronto que tarde habrá una especie de destello que lo iluminará todo. Antes, Antonia Castro, la madre; después, Antonia Castro, la presencia enlutada que recorre a diario la distancia que hay entre su casa en la Sagrada Familia y la Comisaría, que cumple estrictamente el ritual de visitar la tumba de Juan, adecentarla, dejarle flores.

“Si se hubiera…” “Si yo…” “Si entonces…” Es la madrugada fría del 22 de noviembre de 1995 y Juan se defiende de sus asesinos desde el suelo. Los forenses escribieron luego que se resistió hasta donde pudo. El revoltijo de papeles y los productos arrojados de los estantes y el rincón de la oficina en la que terminó por desplomarse dan cuenta de su valentía, confirman con su testimonio mudo que la pelea fue salvaje, así que Francisco vuelve a frotarse las manos y se pregunta si de verdad no había un testigo cerca, si nadie vio ni escuchó nada, por qué no pudo llegar cinco minutos antes la persona que avisó de que algo raro pasaba dentro, o tres minutos antes la ambulancia, con Juan todavía vivo, desangrándose pero vivo… Cinco minutos, tres minutos, la diferencia abismal que Francisco sigue intentando deshacer en su particular máquina del tiempo, los 180 segundos infinitos que terminaron por consumir la vida de Juan, la de Francisco, la de Antonia, la fría sentencia del reloj.

Los forenses escribieron luego que se resistió hasta donde pudo

Enésima manifestación reclamando justicia para Juan Holgado, este pasado viernes 20 de noviembre, a dos días de que prescibiera el crimen. Antonia Castro en el centro de la imagen. FOTO: JAVIER FERGO

Después, la Policía, la gasolinera convertida en un circo por el que se pasearon fotógrafos de prensa, vecinos y curiosos, la clase media y su miedo visceral a reconocerse en el drama ajeno, en la posibilidad física de su sufrimiento, el cálculo compartido de que eso le podía haber pasado a cualquiera, el estamos solos y desprotegidos, las manifestaciones, la investigación a salto de mata, las prisas por demostrar que el sistema funciona y que todos los asesinos se parecen entre sí, son escoria, residuos, gente débil, previsible, que acaba por cantar lo que sea cuando los hombres de bien hacen valer sus instituciones.

Esos son los asesinos, decían los padres de familia en los bares, el periódico en la mano, el café con leche humeando junto a una galería de retratos marginales, tipos melletos y suburbiales, motes turbios, negritas en los antecedentes penales, el regreso fugaz a la idea de que los criminales son tan fáciles de reconocer que basta con buscarlos donde siempre, en sus guetos, fumando en plata junto a bidones en los que se queman palés y bolsas de basura. No hay más. A Juan, un chico honesto, lo mataron unos yonkis medio tarados que sólo querían pegarse una buena juerga, botellas de whisky, tabaco, 70.000 miserables pesetas. Todo normal. Todo en su sitio. La opción más probable.

Pero no, a Pedro Asencio, Domingo Gómez, Francisco Escalante y Jesús Sañudo, los “presuntos” iniciales, el tribunal los deja libres porque dice que no hay pruebas concluyentes, sólo confesiones parciales y confusas, un relato policial sin pilares sólidos, mucha especulación sin sustento, un argumentario flojo que parece cogido con alfileres y que no aguantaría un examen serio. La acusación particular pedía 30 años de cárcel para cada uno. Se quedaron en cero.

 La acusación particular pedía 30 años de cárcel para cada uno. Se quedaron en cero

Los presuntos ya no son presuntos, sino inocentes, y salen a la calle, regresan al barrio, siguen con sus vidas torcidas, pululan por los parques y las plazas, alguno se crece incluso ante la notoriedad pública, presume de peligroso y navajero, juega a que sabe más de lo que parece y afirma y recula según le conviene para seguir en el ajo. Otros se quitan de en medio, lidian con sus adicciones, obtienen certificados médicos que acreditan sus problemas mentales.  Mientras, tras el batacazo del juicio, Francisco y Antonia y la ciudad entera intentan tragarse el asombro de que nadie sabe quién mató a Juan.

“¿Y si yo…?” ¿”¿Y si entonces…?” Ahora Francisco Holgado es Pepe El Gitano, un ATS recién llegado del Norte que anda tramando algún porte gordo y que busca cómplices entre la fauna lumpen de Rompechapines. Dice que tiene contactos, inventa historias sobre negocios redondos, reparte pastillas y paga los whiskys y los drogatas del barrio lo toleran porque se huelen que es otro de esos homosexuales reprimidos que busca cualquier excusa para tratar con tíos, porque reparte medicamentos y habla de fútbol y sólo de vez en cuando se interesa por la muerte de Juan Holgado, aquel pobre chaval al que le partieron la vida a las cuatro y un segundo de una madrugada cualquiera, el hijo de otro, la tragedia exótica que tiene noqueada a la ciudad, un tema de conversación tan corriente que de entrada no levanta sospechas.

Francisco Holgado, Pepe El Gitano, ahora los rasgos más afilados, la mirada opaca por los tranquilizantes, una peluca imposible de creer, una camisa de flores y vaqueros y una chaqueta de cuero que parece de segunda mano. Pepe El Gitano, en los bancos de La Asunción, dándole bola a  Pedro Asencio. Que si la medalla de Virgo, que si hubo o no hubo una fiesta después, que si quien hizo de anzuelo para que Juan abriera la puerta. Y Carlos, el gancho de Juan, apurando los límites y preguntándole a bocajarro por el asunto, “¿Qué pasaría en la gasolinera?” “¿Qué se dice en el barrio?”, mientras Francisco accionaba el resorte de la grabadora y Pedro se ponía cada vez más en guardia.

Asencio les da carrete porque dice que tiene una hija y necesita el dinero, se aferra a la posibilidad de que alguno de esos negocios raros de Pepe (Francisco) salga bien, o a lo mejor sabe que Pepe no existe, que sólo es un bicho raro, quizás un confidente, porque alguna de las cosas que afirma en las grabaciones son sospechosamente interesadas: “Te juro por mi santa madre que no le quito la vida así a un chaval”; o “Yo lo que quiero es coger a quien tenga algo que ver”. Pero Francisco Holgado, ahora con perilla, los pómulos muy marcados porque ya apenas come, se agarra a otras insinuaciones con las que Asencio parece querer alimentar su curiosidad: “Si tengo delante a esos tres, yo les saco solito lo que saben”.

“Si tengo delante a esos tres, yo les saco solito lo que saben”

Paco Holgado, de camino a Madrid. FOTO: JUAN CARLOS TORO

Pepe El Gitano, Francisco Holgado, se la juega a una carta desesperada. Un largo viaja a Valladolid, muchas horas de carretera, con las oportunas paradas para beber y soltarle la lengua a Asencio, buscarles las vueltas, una grieta por la que colarse y descubrir ese detalle revelador en torno al que sigue girando su existencia. Pero la trampa sale desastrosamente mal. Paran en un hostal para descansar. Asencio no tiene un real y se queda a dormir en el coche. A la mañana siguiente se despierta el primero y pregunta en recepción en qué habitación puede encontrar a Pepe, pero no hay ningún José inscrito, ningún cliente se alojó anoche salvo un tal Jaime (Carlos) y Francisco Holgado Cintado, natural de Jerez para más señas. Y se acabó. Ahora es octubre de 2003. La causa se ha reabierto por el recurso al Supremo de la familia, que pide que se tengan en cuenta las cientos de horas de grabación que Francisco obtuvo en sus incursiones en todos los barrios chungos de Jerez. Además, parece que hay nuevos indicios por las declaraciones de María José Manzano, ex mujer de Asencio, que en teoría apuntaban a una supuesta autoinculpación del delincuente. La otra baza de la Acusación Particular era Yolanda Castro, manifiestamente desequilibrada, que parecía conocer con demasiada exactitud qué productos se habían llevado de la gasolinera y cuánto dinero faltaba en la caja.

La sala de la Audiencia está llena y ahí sigue Francisco Holgado, convencido de que ahora sí habrá argumentos de peso para condenar a los sospechosos, ávido de que todo el mundo escuche las cintas, sus cintas, esas que fue grabando durante meses con paciencia, las que repasaba una y otra vez al llegar a casa, ruido de fondo de bares y toses o música o el runrún continuo del motor del coche, divagaciones y afirmaciones sueltas y comentarios y cotilleos, acusaciones de unos yonkis sobre otros, hipótesis probables y otras absurdas, un sinfín de especulaciones sobre las que se vuelcan los abogados de la defensa. Ellos se esfuerzan en dotar de sentido ese caos de palabrería confusa, armar una versión creíble, pero en la sala se van mudando los gestos a medida que las cintas avanzan, no hay confesiones sólidas, sólo aproximaciones y teorías, vaguedades y sospechas. Los periodistas se miran los unos a los otros, contrariados, mientras en los altavoces sigue el continuo de nieve de la grabación. Ya se ha dicho la última frase, la última palabra. Y nada.

La cara de Francisco Holgado, esta vez sí, es un lamento sin paliativos. No encuentra en los ojos de los demás lo que esperaba: la confirmación explícita de que ha descubierto él solo, con sus pelucas y sus tranquimazines, a los asesinos de su hijo. No hay suspiros de alivio, ni abrazos solidarios, ni llantos de alegría. Sólo el silencio. Un silencio espeso y significativo, sembrado de decepciones, que todavía le duele.

Francisco Holgado, a los pies de la cuneta de una carretera secundaria, cerca de un pueblo perdido de Castilla La Mancha, la camiseta con el mismo retrato de su hijo, la misma sonrisa formal, la chaqueta azul, la camisa de rayas, doce años después de que se juzgara por segunda vez el asesinato de Juan. Ahora ya es Padre Coraje, porque así lo bautizó la prensa, porque se escribió un libro y se hizo una serie de televisión, y todo comenzó a mezclarse en el imaginario colectivo, los nombres reales y los falsos, Asencio y el Maquea, delincuentes habituales con sus trasuntos ficticios, los tics de los actores con la personalidad de los sospechosos de verdad, las versiones de barra de bar, cada vez más delirantes, con los hechos contrastados en el sumario, Francisco Holgado, Pepe El Gitano, Jaime, Carlos, interpretaciones posibles y conspiraciones estúpidas, castillos en el aire, una rotonda con una placa insertada en mármol que lleva el nombre del muerto.

Francisco Holgado, antes empleado de banca, ahora es un anciano que tiene órdenes de alejamiento cruzadas con su esposa y el patrimonio consumido en minutas

Es octubre de 2015 y Francisco Holgado, Padre Coraje, nervioso, mentalmente agotado, camina 700 kilómetros hasta Madrid. Repite que no va a tirar la toalla y que ahora está más fuerte que nunca. También se lleva el índice a la sien, se la golpea dos veces y dice: “Esto es duro”. Francisco Holgado, antes empleado de banca, ahora es un anciano que tiene órdenes de alejamiento cruzadas con su esposa y el patrimonio consumido en minutas, un abuelo que pinta con espray en la entrada de los pueblos y con el que algunos chavales se hacen selfies que luego suben orgullosos a sus perfiles de Facebook. A todo el que quiere escucharle, le cuenta su tragedia. El cambio de turno, los errores policiales, las cintas. “¿Para qué vas a Madrid, Francisco?”, le pregunta la prensa, las radios, las televisiones locales. “Para que el caso no prescriba”, dice. Para que no hayan pasado 20 años. Sabe que no puede volver atrás en el tiempo. Pero él sigue empeñado en detenerlo.

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