Manoli no llegó a ir nunca al colegio. Empezó a trabajar desde muy pequeña, con apenas seis años, en campañas agrícolas de todo tipo, pero sobre todo de algodón. Nació en Trebujena pero se casó con un vecino de Guadalcacín, donde vive desde hace bastantes años. Cuando acababa la jornada laboral, pagaba una peseta diaria por asistir a las clases que impartía una profesora que le enseñó lo poco que sabe. “Lo básico”, apunta. Leer, escribir y firmar. “Me das un documento y no te lo relleno”, dice. Su vida gira en torno al trabajo. No ha dejado de hacerlo desde su infancia. Ella es una de las algodoneras más veteranas. Le gustaba las labores del campo. “Me encantaría colgarme una saca y probar”, confiesa.

Sus primeras campañas, en Guadalcacín, las hizo recogiendo la materia primera de unos terrenos que pertenecían al padre de Carmen Sierra, una vecina de la Entidad Local Autónoma (ELA), que se sienta junto a Manoli y otras compañeras, que prestan su testimonio para el proyecto Algodoneras, impulsado por el Ayuntamiento de Guadalcacín, con la ayuda económica del área de Igualdad de Diputación de Cádiz, y el trabajo de la empresa Vacas y Ratones, de la periodista Sonia Arnaiz, encargada de recabar las historias y vivencias de estas mujeres que, en 2018, se convertirán en un documental.

“Era feliz”, recuerda Manoli, aunque confiesa que “se pasa mucho” durante las campañas agrícolas que trabajó, que no han sido pocas. “Estaba soltera y cogía algodón, me eché novio y cogía algodón, me casé y cogía algodón, mi niña tenía tres años y cogía algodón…”, relata, al tiempo que recuerda cómo se hacinaban hasta 30 o 40 familias en la misma nave durante la campaña, que duraba desde finales de septiembre hasta final de año. “Ahora ya no tanto, hay mucha máquina”, matiza. Ella era de las que más recogía, unos 100 kilos diarios, “una barbaridad”, con lo que ganaba unas 4.000 pesetas durante los meses que duraba la labor. “No ha estado bien pagado nunca”, se queja, por eso en su casa nunca ha sobrado el dinero, ni la comida. “Mi hermano se ha llegado a comer hasta la cáscara de los plátanos”, dice. Ella, por ser la pequeña, tenía algo más de suerte y pillaba la “zurrapa” de las caballas.

El padre de Francisca Guerrero, conocida como Paqui, tenía una parcela. En ella, además de Manoli, trabajaban otros vecinos de Guadalcacín, entre seis u ocho, dependiendo de la campaña. “Con diez años estaba yo allí”, señala, aunque antes se tenía que quedar en casa con su hermana pequeña para que su madre pudiera ir a trabajar. Ella, nieta e hija de colono, dejaba de ir al colegio cuando la familia necesitaba mano de obra. “Me lo pasaba bien porque iba con mis amigas”, dice Paqui, que estuvo ocho años viviendo en Jerez, pero regresó a su Guadalcacín natal. Lo prefiere sobre todas las cosas. Como Ana María, otras de las mujeres que presta su voz para el proyecto Algodoneras. Ella, sin embargo, no ha trabajado mucho en el campo. “Fui una época para pagarme un viaje de fin de curso”, dice. Pronto empezó a ejercer de limpiadora. “Me gusta más limpiar escaleras y oficinas que casas”, matiza, pero desde hace doce años regenta un negocio, del que sigue viviendo.

“No quería campo ni muerta”, dice Carmen, quien, sin embargo, con seis años se estrenó realizando labores agrícolas. Daba igual si algodón o remolacha, no fallaba a su cita —obligada— con la tierra. Hasta que pudo dejarlo, con doce años, edad con la que empezó a servir en la casa de la primera profesora que tuvo Guadalcacín, Carmen Fatou —que hasta tiene una calle en la ELA—, mientras, irónicamente, faltaba a clase. Trabajar en lugar de estudiar, dice que no podía hacer otra cosa. Luego sirvió en Jerez, “hasta que me casé”, apunta. María del Carmen Guerrero, hermana de Paqui, era la “señorita” de la familia, bromean con ella, porque no le gustaba trabajar recogiendo algodón. “Siempre me dolía algo”, dice. “De mis amigas no iba nadie”, señala, y es que mientras los fines de semana andaba rebuscando algodón en las tierras de su padre, sus compañeras de clase hacían otros planes, que no pasaban por trabajar en el campo, claro.

Todas estas historias sucedieron antes de que, hacia la década de los 90 del siglo pasado, se redujera drásticamente la superficie de algodón en el entorno de Guadalcacín, una población nacida en 1954, al albor del surgimiento de los pueblos de colonización —había unos 300 en todo el país— que acogió a colonos procedentes de Jerez, de poblaicones de la Sierra de Cádiz y hasta de Granada, todos ellos expertos agricultores que cultivaron durante muchos años, sobre todo, algodón y remolacha, supervisados por el Instituto Nacional de Colonización (INC), un instrumento de la política agraria franquista, que sustituyó la redistribución de la tierra impulsada por la República.

El proyecto Algodoneras, así, quiere “promover el reconocimiento y el empoderamiento femenino poniendo en valor, dignificando y visibilizando la labor de muchas de nuestras mujeres en la agricultura, y en concreto, en la recogida del algodón”, a través de sus vivencias, como las recogidas en este artículo, unos pocos ejemplos de la enorme lucha, invisible, de estas mujeres, que “marcaron un antes y un después en distintos aspectos y que cuentan con el reconocimiento de su pueblo en este sentido”.

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Francisco Romero

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

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