La mujer que venció a una sentencia psiquiátrica

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Lleva unos tres meses sin medicación, sin pinchazos, sin pastillas, y su madre le dice que habla muy rápido y ella, piensa ella, que a lo mejor es que antes hablaba muy despacio, antes, los 20 años que ha pasado medicada; a lo mejor, sospecha, es que ya ni se acordaba de cómo era realmente. Su cuerpo, sus venas, sus neuronas funcionaban invadidas por la química. Un antipsicótico inyectable de liberación prolongada, dos antipsicóticos en pastillas, por la mañana y por la tarde, un antidepresivo en dosis altas, un ansiolítico no muy fuerte, tipo Orfidal, y, además, algún estabilizador del ánimo. 

“El peor riesgo de la desmedicalización es la cantidad de chistes, malísimos todos ellos, que se te ocurren por segundo; el otro día lo decía en Twitter, creo que en mi entorno me van a poner antipsicóticos en el refresco, porque es insufrible”, ríe. Le gusta reírse de esas cosas, trata de hacerlo: Marta Plaza, así se llama, usa sonrisas cautas, cortas, sonrisas de quien sigue sobreviviendo. Sabe que ese recrearse en el lenguaje, ese juego, forma parte de ella, de su ‘ella’ que apenas conoce: de los 20 a los 22 años abandonó los antipsicóticos y descubrió que era muy fácil, entonces, retorcer palabras, sacarles una rima o trastocarlas o mezclarlas. “Malísimos todos ellos”, repite, complacida. Fueron sólo dos años de pausa y volvieron los ingresos, el taladro de las ideas suicidas, la bruma. Hace unos días tuiteó: “Se me agolpan en la cabeza chistes de este nivel”, y compartió una viñeta de Astérix y Obélix: “Los druidas se ‘druidan’ mucho de estar preocupados”. Después de escuchar desde los 16 años que no podría cuidar nunca a nadie porque ella no se sabía cuidar, ahora ha decidido ser madre. El activismo, cuenta, le ha cambiado la vida. 

Marta Plaza, madrileña de 36 años, forma parte de FLIPAS, un colectivo de activismo y apoyo mutuo en salud mental que, además, lucha contra las prácticas “deshumanizadoras” en psiquiatría, entre ellas, la contención mecánica, puesta desde hace tiempo en entredicho, incluso desde el Parlamento; o la privación de la capacidad jurídica, denunciada por el relator de torturas de la ONU. Los grupos de apoyo mutuo (GAM) le han enseñado que puede ayudar a la gente: “Compartimos herramientas entre personas que sabemos lo que es pasar por esto. La mayoría de psiquiatras lo conoce por haber estudiado mucho, y eso es válido, pero también es importante hablar entre nosotros, sin jerarquías”, explica. Hoy, Plaza usa la palabra “loca” sin remilgos; sin embargo, no siempre ha expuesto sus malestares y experiencias con la misma convicción.

A los 16 años, se acogió al silencio. Tras su primera crisis, abandonó el colegio. Sus abuelos le preguntaban por los exámenes y las clases y ella, por no preocupar, les contaba que bien, pero llevaba más de un año sin pisar las aulas. Fue entre esas paredes donde, poco a poco, una sombra se había ido expandiendo y arrebatándole algo esencial e inefable, algo que estaba y dejó de estar; le nació un agujero en el ánimo: un vacío intolerable. Ella especula sobre el origen. Sospecha del acoso escolar, de las humillaciones de sus compañeros; de no tener amigos y sentirse rechazada incluso antes de que le dijeran nada; de la ausencia de un padre: un político de segunda fila al que, a veces, veía por la tele. Ella quería conocerlo, sólo eso, “no quería su apellido ni nada”, sino que veía que a su prima, por ejemplo, hija también de madre soltera, el padre la llamaba en sus cumpleaños. Marta reconocía que eso, a lo mejor, en el fondo, era una tontería, una nimiedad, pero fantaseaba con recibir una llamada al año o una cosa parecida. La sombra y el vértigo se instalaron definitivamente. Contó que no se encontraba bien, que necesitaba ayuda, pero a su alrededor lo achacaban a la crisis de la adolescencia. “Si todos los adolescentes fueran al psicólogo, se harían de oro”, le dijo su madre, de buena fe, asegurándole que se le pasaría con la edad. “A lo mejor es normal”, dudó ella, “pero a mí me cuesta muchísimo la vida”. 

En esa primera época empezó a autolesionarse. No buscaba el dolor, sino salir del túnel del pensamiento, restaurar el cuerpo: “Me cortaba para aliviar la angustia”. 

— ¿Sentía paz al cortarse?

— No se deben romantizar las autolesiones… Pero a mí la sensación sí me era agradable. Estaba muy llena de mierda y al cortar y ver cómo salía la sangre, sentía que se iba la mierda.

"A lo mejor es normal", dudó ella, "pero a mí me cuesta muchísimo la vida"

La vida, a veces, deja de ser un acto reflejo y se convierte en pura carga, en una exigencia continua. Si respirar fuera un acto consciente, nos cansaríamos y no dispondríamos de energía para nada más. Marta se agotó y se intentó matar. “La mayoría de las veces que he ingresado ha sido por una ideación suicida intensa, programada”.

— ¿Quiere contar cómo lo hizo?

— No. Hay que hablar del suicidio, me parece mal que los medios no hablen porque se invisibiliza; pero hay una norma no escrita, incluso en los grupos de apoyo mutuo, de no especificar métodos: a lo mejor puedes decir pastillas, pero no cuáles ni cuántas cajas.

Marta Plaza relata su historia sin artificios, no le supera la emoción ni en los pasajes más duros. Le diagnosticaron trastorno límite de personalidad (TLP) a los 16. Se lo comunicaron como si leyeran una sentencia. “Esto es para toda la vida, tendrás que medicarte siempre… Me dijeron una lista de cosas que no podría hacer: que no podría ser madre, ni mantener relaciones afectivas, ni tener pareja estable porque un síntoma dice que devaluamos a la gente y luego la idealizamos y la devaluamos otra vez… Entonces, si tienes muy poco vínculo con la vida y te dicen todo eso, pues piensas: para qué, ¿no?, adiós”. En sus años de ingresos ha conocido a muchas personas. Algunas de ellas han llegado a fundir, poco a poco, el grillete del diagnóstico (grillete porque se aprieta al cuello y ahoga). “A un compañero con bipolaridad le dijeron que no iba a poder estudiar ni trabajar, y al final ha estudiado Psicología, se ha dedicado a la investigación y ahora es activista”.

"No te llamaban por tu nombre, no sabías cómo se llamaban los celadores ni las enfermeras, y te hablaban sin nombrarte"

Todos los ingresos de Marta en las unidades de hospitalización breve (para casos de crisis aguda) oscilan dentro de una niebla de sábanas blancas, llantos, delirios y gritos. Ha pasado por el hospital San Carlos y por la Jiménez Díaz. Cada vez que entra, suele permanecer un mes, y ha llegado a internarse tres veces en siete meses. Cuesta establecer una línea temporal del trayecto. De las primeras ocasiones, recuerda una sensación de inexistencia. “No te llamaban por tu nombre, no sabías cómo se llamaban los celadores ni las enfermeras, y te hablaban sin nombrarte”. Situaciones así, aunque sean  azarosas o aparentemente, desde fuera, carezcan de trascendencia, venían a confirmar una metamorfosis: dejar de ser persona, con identidad e historia, para convertirse en el resultado de un síndrome, en un simple cuadro médico. Le quitaron el móvil y sus pertenencias. “Hay dos horas por la mañana en que las auxiliares anotan números de teléfono y cada persona puede hacer una llamada, pero a lo mejor si has montado bulla, te quitan el derecho”. Plaza ve absurdas algunas de las medidas preventivas de las clínicas. “No puedes tener tu cuaderno o tu boli para escribir cuando quieras, se guarda todo en control de enfermería. Una vez me restringieron una libreta porque tenía espirales. Otra vez me quitaron el bolígrafo y, si acaso, me daban un lápiz. Me han llegado a quitar hasta las pincitas del pelo. Por lo visto las espirales son peligrosísimas”.

Quizás es por ese recuerdo de no sentirse mirada directamente, sino a través de un catálogo de síntomas, por lo que Marta se muestra inquieta en la conversación: se rasca con apremio o tamborilea con los dedos en la mesa. Debe costar mucho dejar de anticipar el prejuicio en los ojos del otro. Hay una desconexión entre su voz en directo y su voz en la grabadora, desprovista ya de los gestos: ahí se percibe una fortaleza y una integridad imposibles de adivinar en alguien con una historia como la suya.  

Cuenta que en sus internamientos lee febrilmente. Fuera, en su casa, suele leer ensayos, pero jamás en las clínicas. “Dentro leo fantasía. Sí. Sí”, medita ahora y pierde la mirada en la pared del fondo de la cafetería. “He leído varios de Juego de Tronos. Me ayuda a desconectar. Sí”, repite, feliz, como si visualizara lo bien que le sienta extraviarse en un mundo hostil pero perfectamente falso y olvidar así, por ejemplo, la textura de las correas de contención o los gritos de quienes han sido amarrados a una cama.

A Marta la ataron por negarse a tomar una medicación que no conocía. Le dijeron que hablara al día siguiente con el psiquiatra, pero hasta entonces quedaba la cena y el desayuno y ella no identificaba esas píldoras, no quería arriesgarse. En otra ocasión, delante del médico, se puso nerviosa y se propinó una bofetada; aparecieron varios celadores y se la llevaron. “Hay gente que se ha tirado noches o días enteros, hay a quienes los han atado por tardar mucho en comer o negarse a tomar el postre”. “La gente grita, llora, pide agua sin que nadie se la lleve. Quieres ir al baño y no puedes. A veces te ponen pañal, pero otras no, y ahí te haces tus cosas, humillada”.

Hay un eco irremediablemente carcelario en los métodos psiquiátricos. En ambos escenarios se trabaja doblegando voluntades. En los presidios, se supone, se combaten comportamientos intencionados, culpables, mientras que en las clínicas se tratan actitudes ajenas a los valores del paciente, producto de una alteración mental. No obstante, el resultado, en ambos entornos, es una conducta empecinada, drástica, por lo que (en unos casos por castigo y en otros por protección) los procedimientos y los protocolos pueden llegar a asemejarse. No obstante, en opinión de Plaza, “decir que los protocolos se cumplen es de risa”.

"La gente grita, llora, pide agua sin que nadie se la lleve. Quieres ir al baño y no puedes"

Además de leer, escribe. Teclear le ayuda a drenar, sobre todo cuando le acechan voces. Prefiere no llamarlas voces, sino pensamientos intrusivos porque no las confunde con nada ajeno a sí misma, sabe que las genera ella, solo que no es capaz de controlarlas. “Van muy rápidos, los siento visualmente como si me rebotaran en la cabeza y, en mi caso, suelen ser hirientes”. Escuchar música le ayuda si se sabe la letra de la canción, pero prefiere escribir en el ordenador y traducir el caos a palabras: “Veo la pantalla y es como si el pensamiento se quedara ahí quieto y no dándome vueltas”. 

Una debe conocerse, detectar en sí misma los detonantes de la crisis y tratar de esquivarlos o suavizarlos. “Mi pareja, por trabajo, viaja mucho. Cada viaje coincidía con un ingreso porque me desestabilizo. Ahora, cuando se va, mis amigos se ponen en marcha y se planifican para dormir conmigo algunas noches y acompañarme”. Esto sólo fue posible a partir del 15M. Cuando el movimiento se desgajó de Sol y se trasladó a los barrios, ella se unió al grupo de Chamberí: “No sólo no dejaban de escucharme y decían, bah, esta está loca, sino que me apoyaban”. 

Al final de la conversación, le dije que iba al baño, que pensara si había quedado algo en el tintero y me lo contara después. Ella miró la grabadora encendida y terció: “Pero yo me callo de momento, que hablar sola es muy raro”, y se echó a reír.

Marta impresiona, sabe desarmar prejuicios a base de honestidad. Parece como si al radiografiar su problema, al reflexionar, e incluso bromear, consiguiera, en cierta medida, apropiarse de él.
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