Hermida, el horno eterno

La responsable de esta fiebre del pico era la panificadora Hermida, situada en la calle Juana de Dios Lacoste, esquina con Orbaneja. Aunque los picos eran la estrella, también le precedía su fama en bollos y chuscos

En su última etapa la panadería puso un letrero, que sobrevive.
En su última etapa la panadería puso un letrero, que sobrevive. Rubén Carrera

Todavía se recuerdan en Jerez aquellos “picos Hermida”, los grandes de aceite y los pequeños de masa de pan. Tan famosos eran que una empresa sigue empleando la marca treinta años después. Según la leyenda, esos picos engancharon al mismísimo Generalísimo, que los probó de cacería con los Domecq y se aseguró de que en la última década de su vida viajaran todos los meses dos cajas de picos y carmelas a El Pardo. Más cajas salían en dirección a Madrid o Barcelona, antes de que los descubriera Hipercor. 

La responsable de esta fiebre del pico era la panificadora Hermida, situada en la calle Juana de Dios Lacoste, esquina con Orbaneja. Aunque los picos eran la estrella, también le precedía su fama en bollos y chuscos. El secreto parecen ser unas técnicas que se remontaban a la Lebrija de un siglo atrás.  

De padre gallego y madre lebrijana, Francisca Hermida González, “Frasquita”, nace en 1874 en pleno centro de Sevilla, pero desde muy joven se encuentra en Lebrija con una panadería. Allí entró a trabajar un maestro panadero, Joaquín Sánchez-Pavón, que se enamoró de la hija del matrimonio. Al padre no le gustaba este pobretón para su única hija, pero fallece poco después. Los novios, por fin juntos, siguieron con la panadería los próximos quince años… 

Tal es, al menos, la romántica historia que se contaba en el horno Hermida. En algunas fuentes Joaquín Sánchez-Pavón aparece como bracero, otros hablan de un trabajador en las minas... El asunto es crucial para dirimir la receta original de esos picos, pero lo único seguro es que Joaquín fallece de endocarditis en 1907, y su viuda, aún en la cuarentena de la última hija, emigra a Jerez con su madre y siete niños.

Al principio, Frasquita vendía pan y picos por las calles. ¿Quizá al servicio de la panadería Torreira? No duró mucho cargando canastos de casa en casa (o esas cajas que llamaban barcos), pues su ambición era llevar ella las riendas. Su primer local estuvo en la plaza Peones y en torno a 1916 se traslada a arriba de la cuesta Orbaneja. Se dice que compró una panadería preexistente, igualmente sin rótulo, con vigas que se asemejan a las de molino. En los años veinte o treinta aparece otra en número contiguo de la misma cuesta, de la familia Soto Sánchez, recordada hoy como “panadería de Concha”.

Ya había, al parecer, un horno en la cuesta en el siglo XVI, aunque ignoro en qué lugar. Se llamaba “Horno de Rodrigo de Vera”, en alusión a su dueño, probable descendiente de Pedro de Vera, conquistador de Canarias. Y puede que fuera aquella la panadería en cuyo horno quemaron el retablo de José de Arce del monasterio de la Cartuja, para rescatar sus oros de las desamortizaciones del XIX. Excavaciones del Museo Arqueológico en el actual solar de Hermida dieron con los restos de una tahona del periodo islámico. 

En resumen: la familia estaba destinada a emigrar a Jerez, y allí estaban destinados a (re)abrir una panadería. ¡Cualquiera lo hubiera dicho en su momento! Una mujer con nada menos que siete bocas que alimentar a su cargo, dirigiéndose a la ciudad donde ha depositado sus sueños, en vagones —hoy diríamos que de ganado— del ferrocarril o en algún carruaje de los de entonces, por caminos plagados de baches. La acompañaba su madre, ya encargada de tranquilizar a los niños. La tahona los llamaba. 

El aspecto del horno en torno a los años sesenta o setenta. Fuente: Cosas jerezanas que se han perdido con el tiempo
El aspecto del horno en los años sesenta o setenta. Fuente: Cosas jerezanas que se han perdido con el tiempo

“Mamá” Frasquita conseguiría llevar adelante su panadería y a una extensa familia. Cedía pan a pobres y a familiares en los tiempos del hambre. Siempre con una anécdota en los labios y una golosina en el bolsillo, escribía versos e incluso las cartas de amor de sus retoños menos espabilados. Falleció en 1950 a causa de la diabetes, enfermedad endémica de los hornos.  

En aquellos años, Jerez miraba a Lebrija y Lebrija miraba a Jerez. La historia del flamenco da fe de ello, como esta familia panadera. Los hijos son todos lebrijanos y comparten casa con la madre sevillana, la abuela lebrijana y empleadas a menudo lebrijanas, que servían hasta que se casaban. A la muerte de Frasquita, tomó las riendas su diligente hija María, que con su hermana Ana se repartió el matriarcado. 

Para un negocio de esas dimensiones, sorprende el éxito del que disfrutó en toda el área circundante. Una casa en la plaza Peones servía de leñera. Compradores se personaban de Sevilla y otras ciudades andaluzas. Los aficionados Domecq intercambiaban kilos de harina por kilos de pan; cuando en torno a 1945 se les amenazó con cortar el suministro, pues llevaban largo tiempo sin corresponder, miles de kilos salvaron a la panadería de la penuria de posguerra. Por la conexión con Domecq, los famosos picos llegaban también a la finca de José María Pemán. 

Era tan raro que una mujer regentara un negocio que Francisca Hermida aparece en ocasiones como Francisco. Guía de Jerez, 1928. 
Era tan raro que una mujer regentara un negocio que Francisca Hermida figura en ocasiones como Francisco. Guía de Jerez, 1928. 

Pero al calor del horno Hermida acudían también los zánganos. El horno estaba repleto de gente: los que lo conocieron lo han comparado con un cuartel. Algunos varones de la familia frecuentaban un lugar de las bodegas Domecq que llamaban “La Borrachería”, lugar de reunión de la familia bodeguera, y a veces se llevaban pan a escondidas para los amigotes. La “jefa” María estaba casada con el autoproclamado Duque de lo Imposible, veraneante de tabanco. Perico, marido de su hermana Ana, solía pasearse por Jerez acompañado de su fiel mula. En los crudos tiempos de posguerra la perdió dos veces: una, en ciudad, regresó sin el cargamento de pan; la otra, en el campo, sólo quedaron los huesos. Terminó inválido, haciéndose subir con una cuerda desde su ventana las botellas de vino. Mandaba en secreto a por ellas, siempre a establecimientos que no tuvieran conexión con la familia… Un capellán se pasaba algunas tardes a asesorar a María y otras mujeres del horno, y seguro que se iba bien aprovisionado. 

Hacia los años setenta, la fórmula secreta de la panadería, esa antigüedad en el sabor y en la técnica, comenzaba a volverse una amenaza. El establecimiento alcanzó la democracia con un desfase con respecto a su época por la naturaleza de contratos e instalaciones, especialmente por su horno de aspecto decimonónico. Una nueva administración llegó con el objetivo de modernizarlo manteniendo las recetas y las manos amasadoras, pero a partir de cierto momento las cuentas oficiales no acompañaban (ya se sabe lo que suele pasar con revolucionarios y modernizadores). A mediados de los noventa se extinguía la llama de aquella panadería que se remonta por lo menos al siglo XVI. Treinta años después sigue siendo un solar en ruinas, como si nada más que un horno pudiera instalarse allí. 

Sobre el autor:

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Óscar Carrera

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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