La conspiración de los cocodrilos (y 14)

lavozdelsur.es presenta la novela por entregas del escritor y periodista Germán Fonteseca

ILUSTRACIÓN: DORA TORRALVO
ILUSTRACIÓN: DORA TORRALVO

Sinopsis

Un economista francés, que ha trabajado para la gran banca de inversión, publica un libro en el que cuenta cómo los que él denomina “los amos del mundo” han planificado las últimas crisis económicas globales con la intención de recortar derechos sociales y laborales. El objetivo último de este poder en la sombra no es otro que socavar la capacidad de decisión de los gobiernos democráticos, hasta convertirlos en meros títeres al servicio de las grandes corporaciones. El éxito mediático del libro y el anuncio de una segunda parte, en la que desvelará qué pasos darán estas familias, en los próximos años, provoca que adopten la decisión de acabar con él solicitando la intervención de los servicios secretos de la institución más poderosa de la tierra.

En la entrega anterior…

Los agentes de La Entidad acaban con la vida de Jean Luc Berbizier, el editor del libro de Byrne, envenenándole en un local de streptease.

Paralelamente, Serguéi Vasílievich conoce, mientras se encuentra trabajando en su despacho de la televisión, que Jean Françoise Dupin, el agente de los servicios secretos franceses, ha muerto en un accidente aéreo, presumiblemente provocado por La Entidad.

El periodista ruso teme por su vida por haber ayudado a Colin Byrne, como los otros, pero su embajada le garantiza que se han tomado medidas para que se la respeten.

32

Colin Byrne abrió la puerta de su camarote dispuesto a cambiarse para ir a cenar. Había estado un rato en el gimnasio y pretendía darse una ducha y vestirse adecuadamente, para compartir mesa con otros turistas.

Al hacerlo, una fuerte corriente de aire movió las cortinas.

El balcón, que daba al mar —su camarote estaba situado en la cubierta doce, en la aleta de estribor, muy cerca de la popa— se encontraba abierto de par en par.

Se preguntó si lo había dejado así y dedujo que no, que siempre procuraba cerrarlo. Pensó que se habría abierto con el aire, o tal vez con el suave movimiento del barco, aunque le extrañó muchísimo, porque éste era apenas perceptible.

Inmediatamente cerró la puerta del camarote y se dirigió a la del balcón para hacer lo mismo, pero al pasar junto al baño oyó el agua de la ducha cayendo sobre el plato y sorprendido más que asustado se asomó al aseo. En ese momento, sintió un fuerte impacto en la nuca y perdió el conocimiento.

Un hombre de unos treinta y tantos años, vestido con un traje azul marino, había salido del balcón y, con un monopié de fotografía recubierto con goma procedente de un par de cámaras de la rueda de una bicicleta, le había dado un certero golpe en la nuca.

El compañero del agresor, que se encontraba dentro del cuarto de baño, cerró el grifo de la ducha y ayudó a arrastrar el cuerpo inconsciente de Colin Byrne hasta su cama.

Quitándole la sudadera que vestía, el hombre que salió del baño, le inyectó una pequeña dosis de Midazolam, para que continuara en estado de inconsciencia durante el tiempo necesario para llevar a cabo el plan previsto.

Inmediatamente después, le inmovilizaron las manos y los pies con unas bridas de plástico, le cerraron la boca con cinta americana y procedieron a guardar toda su ropa y efectos personales en la maleta y la mochila que encontraron en el armario, y se sentaron a esperar.

Colin Byrne despertó aturdido y completamente desorientado media hora después. Durante unos segundos, no fue consciente de dónde estaba ni lo que le había pasado y miró a su alrededor sin entender nada.

Pero, poco después, tras recordar levemente su entrada en el camarote, sufrió un ataque de ansiedad y se revolvió en la cama, intentando bajarse y quitarse las ataduras que le inmovilizaban, pero un certero golpe del tipo más alto y rudo con el monopié en el estómago, lo dejó sin respiración unos instantes y sirvió de calmante inesperado.

Colin supo en ese momento que iba a morir. Aquellos dos tipos no estaban allí para hablar con él, preguntándose a qué esperaban para dispararle o apuñalarle. 

Dos lágrimas se escaparon de sus ojos mientras le pedía algo a Dios por primera vez en su vida: que acabaran rápido con él, que no lo torturaran. 

Nunca había sentido temor por nada, salvo por el dolor. No lo soportaba. No había soportado, sin sentir una rabia desmedida, ni siquiera un dolor de muelas. Si le infringían torturas sería capaz de... de nada.

Fue consciente de que atado de pies y manos, amordazado, no podría hacer prácticamente nada para defenderse.

Pensó en Odette y Dafnèe y la garganta se le inundó de mucosidad. A punto estuvo de ahogarse con sus propias lágrimas.

Miró a los tipos que tenía a apenas dos metros, uno sentado sobre la mesa del escritorio, el otro en un butacón de la terraza que había introducido en el camarote.

Parecían dos turistas cualesquiera. Uno, un treintañero asiduo de gimnasios o salas de musculación, el otro, un estudiante empollón de cualquier facultad de ciencias. 

No le quedaba bien el traje azul marino al corpulento. No sabía llevarlo, le estorbaban las mangas de la americana, quizás excesivamente largas para sus brazos, que se remangaba constantemente. Ni tampoco al estudiante, que, por sus modales, su manera de sentarse, y su aspecto en general, pudiera pasar por un seminarista.

«Extraña pareja» pensó, intentando adivinar quiénes serían y a quiénes representaban.

Las salidas esporádicas, pero constantes, del corpulento al balcón y su mirada al reloj cada vez que lo hacía, le llevó a concluir que esperaban algo relacionado con la hora. Por cierto, ¿qué hora sería?, ¿cuánto tiempo habría estado inconsciente?... Imposible saberlo.

¿Cómo podían haberle localizado? No fue consciente de ningún seguimiento desde que cruzó la frontera con España, y sin embargo...

¿Le habría traicionado Serguéi, el periodista ruso? ¿O tal vez el cabrón de Francisco Fernández, su amigo de Madrid? ¿O puede que Germán González, el abogado de Sotogrande? No lo sabría nunca.

¿Qué sería de Odette y Dafnèe? Sabían que iba en el crucero. Les dijo que embarcaría el día dieciséis en Cádiz, que el diecinueve estaría en Tenerife y que trece días después tras pasar por Brasil, atracaría en Buenos Aires. ¿Le irían a buscar a la capital argentina? ¿Qué pasaría cuando no le viesen bajar del barco? ¿Qué les dirían las autoridades? ¿Que había muerto de un infarto durante la travesía? ¿Que alguien había entrado a robarle al camarote y lo habían asesinado de un disparo? ¿Cómo lo matarían aquellos dos tipos? ¿Sabrían que era él, Colin Byrne?, o no lo identificarían nunca. En su pasaporte rezaba otro nombre...

Le habían dado algo. Le habían suministrado alguna droga. No era capaz de pensar con claridad. ¿Por qué no le mataban ya y acababan con aquella pesadilla?

El corpulento volvió a mirar la hora, se asomó al balcón y, al entrar, le hizo un gesto al «seminarista» Éste asintió con la cabeza. Se levantó y cogió una pequeña maletita que no había visto hasta entonces. De ella sacó una jeringuilla de plástico y un botecito y tras manipularlo lo dejó en la mesita de noche dispuesto a pincharlo.

Colin se horrorizó al ver el nombre del bote: Midazolam 50 mg. El sedante que usaban en Estados Unidos para adormecer a los presos antes de ejecutarlos con una inyección letal.

¿Le iban a hacer a él lo mismo, sedarlo antes de inyectarle algún químico que acabase con su vida?

Fue consciente de nuevo de que se enfrentaba a un momento crítico y se dispuso a ofrecer resistencia, pero un nuevo golpe en el estómago, certero, del corpulento, lo dejó sin respiración. 

Este mismo sujeto se abalanzó sobre él y lo inmovilizó, permitiendo que el «seminarista» le pinchase en el abdomen y le introdujese el líquido que contenía aquella jeringuilla.

Poco a poco se fue del camarote. La luz se volvió amarillenta, cada vez más amarilla, hasta tornarse color bronce y, finalmente, negra oscuridad.

Los dos sujetos apagaron la luz de la única lamparita que estaba encendida. Se asomaron al balcón y miraron a su alrededor. Eran las cinco de la madrugada. Desde su posición apenas se veía luz en uno o dos balcones y estaban en una cubierta superior. El barco dormía tras una noche de fiesta, la tercera desde que dejaron Tenerife, era el 22 de noviembre y estaban a medio camino entre la isla española y Recife, capital del estado de Pernambuco, al nordeste de Brasil.

Entre los dos, cogieron el cuerpo de Colin y lo trasladaron al balcón, apoyándolo contra la barandilla de cristal. 

Le retiraron las bridas de plástico... un último vistazo a derecha e izquierda, y lo arrojaron al mar.

Esperaron unos segundos. Los sonidos del Atlántico, y del barco surcando sus aguas, mitigaron la caída del cuerpo. Ni siquiera oyeron el ruido del golpe que debió de producirse al impactar contra el agua. Miraron de nuevo a un lado y a otro. Nada rompió la quietud de la fría madrugada. A oscuras, entraron en el camarote y cogieron la maleta y la mochila y las arrojaron también al agua.

Segundos de tensa espera... Nada. Tampoco se alteró la paz de la noche.

La estela blanca que el enorme barco iba dejando tras de sí engulló en segundos lo arrojado por la borda.

Giuseppe Monti, el «seminarista», y Caetano Altobelli, el tipo rudo y corpulento, entraron de nuevo en el camarote. Encendieron una luz, limpiaron con meticulosidad todo aquello que habían tocado, cerraron el balcón, estiraron la cama y se fueron. Antes de salir del camarote, Caetano Altobelli sacó de un bolsillo un pañuelo blanco, de algodón, perfectamente planchado, que depositó con cuidado encima de la mesa de escritorio. En una de las esquinas del lado visible tenía bordado con hilo negro un dibujo: un círculo con un octógono en su interior.

El impacto contra el agua le rompió las piernas y la cadera a Colin Byrne, pero éste no sintió nada. Su cuerpo, inerte y roto, se sumergió unos metros, pero volvió poco después a la superficie a poca distancia del inmenso barco que se alejaba a ritmo constante. Tampoco fue consciente de ello. Sus pulmones, en parte ya encharcados de agua, colapsarían en un par de minutos.

En los últimos instantes, en esos en los que la gente dice que se ven escenas de la vida, él no vio nada de la suya, sino una que le causó, primero, un profundo dolor, y un instante después, una inexplicable alegría.

En una carretera que no había visto nunca, una recta inmensa en medio de un desierto pedregoso, junto a una laguna, o tal vez el mar, no supo apreciarlo, un todoterreno Toyota impactaba contra un enorme camión que, parado al borde de la vía, se incorporó a ella justo en el momento en el que el turismo pasaba a su altura.

Colin vio el interior del vehículo como si fuese en él. Conducía una persona que no conocía y a su lado iba Odette. Detrás, Dafnèe, su hija.

El todoterreno, que impactó lateralmente con el camión, se salió de la vía y dio innumerables vueltas, tantas como él mismo estaba dando en el agua, impulsado por el rebufo de las enormes hélices del crucero.

El dolor que sintió al ver aquella secuencia se transformó en inmensa alegría al saber, en el último segundo, que ambas mujeres le esperaban allí donde quiera que él se dirigiese en ese momento. Y entonces se dejó ir. En sus condiciones hubiera podido presentar una mínima batalla a la muerte. Quizás un pataleo, tal vez unos manotazos descontrolados... pero ni lo intentó.

lavozdelsur.es presenta la novela por entregas ‘La conspiración de los cocodrilos’ de Germán Fonteseca

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