Kilómetro 2: andalucismo mágico

Avenida de la Constitución de Sevilla, con la Catedral y la Giralda.
Avenida de la Constitución de Sevilla, con la Catedral y la Giralda. MANU GARCÍA

El tío Porras ‒Porrillas en los ambientes‒ es tan clásico que para ir de Cádiz a Sevilla, pese a la desaparición del peaje, prefiere tirar por la Nacional-IV y parar en El Cuervo de buena mañana a echarse su Cazallita o cualquier otro espirituoso de matalahúga: Chinchón, Machaco o Chulo de Badalona. Poco antes de llegar a Los Palacios ‒tierra de buenos futbolistas‒ toma la desviación hacia Utrera con el fin de visitar la Catedral de El Palmar de Troya, que se le aparece como una araña gigante entre la niebla de estas tierras bajas. Cerrada a cal y canto, como siempre, decide continuar su viaje canturreando aquélla coplilla del sultán de El Realejo que dice: «Clemente no te quedes con la gente. / Clemente con la copla se quedó.»

La relación de Carlos Cano con Sevilla es tan estrecha o más que la que pudo tener con Cádiz. Cano descubrió muy joven la Sevilla jornalera de Diamantino García, el cura campesino, figura pionera e indispensable en la lucha por los derechos de la gente del campo: «En el tiempo de los gigantes /de la lucha por el hombre /tú llegabas con la verdiblanca /por la causa de los pobres.», le cantó a la prematura muerte de su amigo, «un hombre bueno y libre». También hundió sus pies en el barro primigenio del andalucismo visitando la que fue casa de Blas Infante en Coria del Río, de la que salió con la bandera verde y blanca y el himno rescatados de un baúl.

Dejó Carlos de cantar su ‘Verde y Blanca’ cuando empezó a verla lucir en coches oficiales y edificios institucionales. Precisamente, pasa el tío Porrillas con su viejo Mondeo bajo una tela oliva y nieve del tamaño del campo del Betis que ondea junto al puente del Alamillo de Sevilla. Lo deja aparcado en la Avenida de Torneo tras un tira y afloja con un gorrilla. La bofetada de los 40 grados a la sombra hispalense le dan la bienvenida. Enfila hacia El Arenal, andando a la verita de la dársena del Guadalquivir bajo la visera de una gorra azul con la imagen de Curro, aquél pajarraco de la Expo. Ahora es a él a quien confunden un par o siete veces con un gorrilla.

No sólo simpatizó con la causa campesina y obrera de la provincia sevillana; Carlos, transversal como era, también conectó con la élite cultural con epicentro en el barrio de El Arenal: de Antonio Burgos a Curro Romero hasta retomar y realzar el legado del mismísimo Rafael de León: «De tu landó de marqués sale una voz con corona/y es el pueblo, Rafael, en la radio de cretona.», eso es precisamente lo que suena en el walkman de mi tito ‒de ahí no ha pasado‒ cuando cruza bajo el arco del Postigo y le reza una novenilla laica a la ‘Pura y Limpia’ en la que dicen que es la capilla más pequeña del mundo. Para reponerse de «la caló» se compra un papelón de calentitos en el puesto que hay pasando el postigo del aceite: no le busquen la lógica. Repican las campanas en la parroquia de El Baratillo anunciando el Ángelus, y con él la suelta de Gambrinus. Ya va el de la gorra en busca de la primera rubia.

Las Habaneras de Sevilla no son populares, ya que tienen el fino corte de la pluma aristocrática de Antonio Burgos; son un viaje exquisito de ida y vuelta entre la Casa de Contratación Sevillana y Las Indias. Suenan a pluma de guacamayo y a néctar de papaya cuando salen de la boca de Carlos Cano, saben a rueda de landó por el empedrao arenoso, al silencio maestrante y a una gran caracola blanca con vetas salmoneadas: «Las mecedoras bailan sus habaneras, / con su son de caoba, manigua y ron, /y se abre el balcón, suspira el pregón., / ay, barrio del Baratillo, / tiene color de Murillo / la siesta triste de aquel salón...»

Al igual que sacó del último cajón la bandera y el himno de Andalucía, Carlos redimió la copla ‒entonces canción española‒ de la cruz franquista, quitándole el olor a naftalina: «No es canción, se llama copla y cabe dentro la vía, que la copla es el querer que se llama Andalucía». Para ello tuvo que enfrentarse a muchos ‘progres’ que solo veían caspa en una peineta. «Yo soy de los andaluces, que al traje de luces, al caballo y la copla le tienen puesta la cruz porque es el símbolo andaluz de la derrota», llegó a escribir mucho más adelante Juan Carlos Aragón para un pasodoble en el que dividía a los ciudadanos de Andalucía en buenos y malos. No tuvo, desde luego, el comparsista gaditano la altura de miras, la capacidad de cohesión ni la modernidad que poseía Carlos Cano. Hoy, el de La Laguna está mucho más presente en el actual andalucismo de liliputienses que el de El Realejo, que va camino del sumidero de la Historia ‒perdón por la mayúscula‒ en el que ya le espera, por desgracia, su amigo Diamantino.

Verigüés fandango

«Maruja Pérez Limón, / natural de Salipón, / de la provincia de Sevilla»

Volvamos a nuestro tío Porrillas, que está en la barra de una céntrica abacería hispalense departiendo con unos parroquianos; a la tercera o cuarta copita de manzanilla se embala y con toda su mala follá suelta el chiste del cura granaíno en Sevilla. Tiene que salir de allí por patas, claro; si no, lo corren a gorrazos. Remonta mi tito el río y atraviesa por Cantillana, donde nació y murió, pasando por Barcelona, el genio de José Pérez Ocaña, aquélla malva loca a la que Cano le cantó un bellísimo romance:

«¡Ay! se fue se fue vestida de día ¡Ay! se fue se fue vestida de sol

¡Ay! se fue las malas lenguas decían ¿Qué fuego la prendería?

¡El fuego del corazón!»

Nuestro autor, cuando se ponía creativo, poco tenía que envidiarle a los popes de la literatura y del periodismo. Además de hacer las crónicas más certeras, críticas y satíricas de su época ‒periodista con guitarra, le decían‒, como por ejemplo ‘Las Murgas de Emilio el Moro’ o ‘Moros y Cristianos’; además, decía, tuvo la altura suficiente para mirar a los ojos a los padres del realismo mágico e inventarse un

Salipón, como García Márquez hizo con Macondo y Juan Rulfo con Comala. Salipón (pueblo ficticio de la provincia de Sevilla) fue la cuna de Maruja Pérez Limón, un personaje fantástico en todas sus acepciones, que le sirvió de hilo conductor para narrar la historia del crecimiento andaluz, desde las emigraciones de posguerra hasta los pelotazos con el PSOE de Felipe González en el poder. Tiene Maruja cosas del maestro Juan Martínez sobre el que escribió sus desventuras Manolo Chaves Nogales y de Enrique el Cojo, mítico profesor de sevillanas de la jet set, que tuvo entre sus alumnas más destacadas a Cayetana, la duquesa de Alba.

Y Porrillas, que también «tiene un plomillaso dao» ‒como se dice en Cádiz‒, se lanza a la quijotesca aventura de encontrar Salipón por la extensión sevillana. Y por ahí se tira el hombre unos días dando vueltas: de la Sierra Sur a Cazalla, de Sanlúcar La Mayor a Lebrija, pasando por El Aljarafe y Los Alcores.

(...)

Veremos en la próxima entrega si encuentra su Ítaca o parte de Ronda buscando lo suyo, que es lo nuestro.

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