En plena campiña de Jerez, el centro Vida y Esperanza trabaja actualmente con 25 personas que luchan por dejar atrás sus adicciones, tras años entre rejas y hundidos en la miseria moral y física.
Saben perfectamente lo que es entrar en un pozo que parecía sin fondo. Las drogas o el alcohol fueron su día a día durante mucho tiempo. Una felicidad ficticia y breve que les ha llevado durante años a la más absoluta miseria en todos los sentidos. Casi todos han perdido amistades y familia. Muchos han pisado la cárcel, y no solo una vez. Otros creyeron salir de sus adicciones para volver a recaer. Alguno ha perdido la cuenta de en cuántos centros y cuántas terapias han llevado a cabo sin éxito. Se consideraban escoria y ahora empiezan a creer que la vida puede darles una segunda, tercera o cuarta oportunidad, pero saben que ya no hay marcha atrás: “Es salir adelante o la muerte”.
Es un día soleado de primeros de año en la campiña jerezana. El sol lucha por calentar en una jornada en la que el viento de poniente cala hasta los huesos. Dejamos atrás la barriada rural de Las Tablas, a escasos 10 minutos de Jerez por la autovía de Sanlúcar, y nos adentramos por un camino de tierra machacado por las últimas lluvias. Gracias a la indicación que nos da un cartel, en el que leemos Vida y esperanza, no perdemos nuestro destino. La ruta se hace incómoda por los baches, pero el paisaje de viñas, aunque en esta época están peladas de hojas, es espectacular. Cinco minutos después llegamos a una finca. Nos están esperando, porque la verja de acceso al recinto está abierta. Un hombre menudo nos da los buenos días y la cierra nada más la traspasamos.
Tras bajarnos del coche, esperamos unos minutos hasta la llegada de Juan de Dios Frías, al que todos llaman cariñosamente Johnny, madrileño de 36 años pero afincado en la provincia desde hace 20 años. Este terapeuta, técnico superior en drogodependencia y responsable de la obra social de la iglesia Asamblea Cristiana, de la comunidad evangelista, dirige el centro Vida y Esperanza, el último reducto que encuentran muchos para salir de adicciones como las drogas, el alcohol o el juego, aunque también reúne a menudo a jóvenes de familias desestructuradas que llegan muy deteriorados en el plano mental y físico por el desastroso ámbito familiar que han vivido.
Esta comunidad, formada actualmente por 25 miembros, toxicómanos y exconvictos en su mayoría, se fundó hace una década. Desde entonces, en palabras de Juan de Dios, acogen a aquellos que “ya prácticamente no quieren en ningún sitio”. Aquí trabajan con sicólogos, educadores, abogados y trabajadores sociales para intentar reconducir sus vidas. Muchos se apoyan en la Biblia, siendo este un centro de la comunidad evangelista, pero como explica Frías, “aunque pertenecemos a la Iglesia, no somos excluyentes si alguien no profesa nuestra religión o no cree en nada”.
En Vida y Esperanza también tienen un convenio con el Ministerio del Interior, lo que permite que los condenados puedan cumplir un programa terapéutico en lugar de pisar la cárcel, lugar donde “se consume más que en la calle”. Lo dice Carlos Pérez, de 56 años, criado en el conflictivo barrio de Los Milagros, de El Puerto de Santa María. A los 14 años ya empezó a tontear con las drogas —“era lo que veía en la calle”— y cuando el mono pudo con él, empezó a robar para pagarse sus dosis de coca, heroína, cannabis o LSD. Eso le llevó a pisar Puerto II, Puerto III y las hoy desaparecidas prisiones de Cádiz y Jerez durante 24 años. La primera vez que entró lo hizo con 18 años para salir con 32. Luego recaería de sus adicciones y en 2005 un nuevo robo con violencia le supondría otros 10 años entre rejas. Gracias a un amigo conoció Vida y Esperanza y ahora, tras 16 meses de terapia, Juan de Dios ha confiado en él para que sea el responsable de que todos sus compañeros realicen las tareas que tienen encomendadas.
Se acerca el mediodía y en Vida y Esperanza ya toca ponerse en marcha. Jerónimo, gaditano de 32 años, echa una mano en cocina. Su padre falleció cuando él era muy joven y a partir de ahí, señala, “empecé a imitar a mis tíos, que eran aguja, papela y plata”. Desde entonces, entró en una espiral de droga que le ha llevado “a dar volteretas por España y a ingresar en 13 centros”. “Estaba seis meses bien y dos años mal, seis meses bien y otros dos años mal…”. Sus problemas familiares tampoco le han ayudado. “Llevo cinco años que en mi familia hay una muerte por año. Viví también un asesinato entre mis hermanos y desde entonces no levanto cabeza. Luego mi madre se fue a Barcelona, porque conoció a un hombre, y la lié en casa. Después de eso ya decidí que tengo que luchar por mí. Y aquí estoy desde hace 27 días”, señala entre sollozos.
Pero también escuchamos a David, jerezano de 45 años, de los cuales ha pasado consumiendo droga 33; o a Emilio, de 60, que tras 30 años enganchado, se congratula de que “hace tiempo que dejé la heroína”. El roteño Jesús, de 31 años, cuenta que estuvo “diez o doce años consumiendo por la nariz” y que ahora cumple un programa terapéutico en lugar de pisar la cárcel los próximos seis meses. Curro, de Almonte, 49 años, lleva solo cuatro días, pero tras estar 29 años consumiendo y tras pasar por varios centros, reconoce que ahora “quiero llevar yo el timón de mi vida, que no me vuelva a llevar la marea”.
No dejamos la oportunidad de que ellos, que saben lo que es caer muy bajo por las adicciones, aporten su experiencia y sus consejos para aquellos que tontean o se han planteado tontear, aunque sea, con “el porrito del fin de semana”. “Lo fundamental es no dar el primer paso”, señala Jerónimo. “Que piensen todo muy bien, porque al principio pueden verlo como un juego, como la novedad, pero eso no lleva a nada bueno”, añade Carlos. “Que no piensen que serán menos que nadie, o que se separarán de su grupo de amigos por no probar la droga”, afirma Joaquín. “Y ya no es solo por ti, es por todo lo que le supone a tu entorno, tu familia y amigos. Lo destruyes completamente”, dice Federico. “Es la muerte o la cárcel”, culmina Carlos rotundamente.