El caos en Moria, uno de los tres campos de refugiados de la ciudad griega, se ha incrementado por las revueltas nacidas de la confrontación entre culturas que conviven en el mismo recinto.

El caos en Moria, el campo de refugiados más grande de Lesbos de los tres existentes, se ha incrementado por las revueltas nacidas de la confrontación entre culturas que conviven en el mismo recinto, además de por la escasez de comida. Son las nueve de la mañana. Mi ferry de la compañía Hellenic Seaways zarpa desde el puerto de Chíos dirección Lesbos. A lo largo del trayecto identifico a pakistaníes, sirios, libios, algún iraquí e incluso a senegaleses. La mayoría no me aporta más que su lugar de procedencia. Noto el miedo en más de una mirada; a saber las penurias que habrán pasado para llegar hasta aquí.

A las tres horas llegamos a Mitilini, capital de la isla. Nada más entrar en puerto me percato de dos embarcaciones militares donde unas negras y grandes letras identifican al navío Border Force. Las palabras van acompañadas de la bandera británica. Es una embarcación de Frontex, los guardacostas europeos. Perros y gatos campan a sus anchas entre isleños y forasteros. Nada más desembarcar veo cómo las autoridades portuarias paran a los dos senegaleses con los que había hablado previamente y, sí… sólo les había conseguido sacar su lugar de origen. Mientras son identificados, siento cómo la mirada de uno de ellos, comprensiblemente envidiosa, se me clava en la nuca mientras me monto en el taxi. Entiendo su malestar. Simplemente por los rasgos faciales y el color de piel, a ellos los paran y a mí no, dándole sentido a la expresión por la cara.

En el taxi me confieso: “Voy a Moria a ver el campamento de refugiados”. A pesar de los altercados en Chíos, difícil ocultar a un taxista a dónde quieres que te lleve. Y es que, en esta zona, ya uno no sabe cómo le va a sentar a la población autóctona que le pregunten por el flujo migratorio. Pero demuestra ser hospitalario y con una media sonrisa me contesta: “No lo veo un tema prioritario y ellos no tienen la culpa”; pero sigue con un demoledor “eso sí, entiendo que haya gente que le moleste la llegada masiva de esas personas”. Siento como el racismo se va normalizando en la frontera día tras día que paso aquí.

Nada más llegar a Moria soy testigo de un caos medianamente ordenado. Más de 5.600 refugiados en unas instalaciones acondicionadas para 3.500. Me cruzo con una manada de voluntarios nórdicos y me adelantan que las autoridades presentes no me van a dejar entrar recién llegado y mucho menos echar fotos. En una de las entradas veo salir a una mujer con sus dos hijos. Uno va andando. La otra, más pequeña, en brazos. Parece haberse desmayado por el movimiento gravitatorio de su cabeza, aparentemente inerte. Ante la mirada de todos, veo que nadie hace nada por ayudarlos. Tampoco la rendida mujer pide ayuda.

Intento acceder a las instalaciones. “Necesitas identificación ministerial”, me dice un amable soldado parándome con la mano en el pecho. A la noche, voluntarios de la ONG Proactiva Open Arms me confirmarían que están, incluso, denegando permisos a pesar de solicitarlas.

En este campo salieron ardiendo 30 caravanas hace una semana, prolongándose las llamas hasta destruir el 60% del mismo. Cerca de 4.000 refugiados fueron desalojados. ¿El motivo? No llegó la comida de ese día añadido un choque de culturas brutal. Moria es un campo en el que sólo faltaba una chispa para salir ardiendo. Y salió ardiendo. Tras intentar ganarme, fallidamente, a aquel agente, me veo obligado a solicitar otro taxi y volver al Mitilini turístico habiendo podido ver sólo un tercio de lo que pretendía visualizar y analizar.

En el centro de la capital isleña, al bajarme entre turistas, autóctonos, veo a varios refugiados, entre los yates y veleros del puerto, pescando con trozos de hilos y cachos de pan. Uno de ellos le enseña a su hijo el procedimiento con mimo paterno; como quien enseña a leer o a escribir. El contraste socioeconómico me hace, irremediablemente, reflexionar sobre la realidad irreal que sufre esta isla bañada por el Mar Egeo. Una realidad irreal qué sólo el tiempo dirá qué final tendrá. Si es que esto tiene algún final.

Sobre el autor:

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Francisco Romero

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

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