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Anoche fui a ver Un monstruo viene a verme. La última vez que vi una de Bayona fue en el cine, se titulaba El Orfanato y estuve un tiempo vergonzosamente largo sin poder bajar las escaleras de mi casa a oscuras. Le guardo un enconado rencor por ello. Pero está bien dedicarle un momento al que se ha convertido en el estreno español más taquillero del año. Entré a la sala con dos amigos, casi a medianoche, sorprendida para bien de la cantidad de gente que acudía a verla a la misma hora —sabiendo que las dos sesiones anteriores habían estado completas—.

Procuraré ser breve. Estamos ante un anticuento bastante bien hilado. No es la mejor película que he visto este año, ni es la octava maravilla que me han querido vender desde algunos flancos. Eso sí, tiene una belleza digna de admiración.

Técnicamente me pareció impecable. Exquisitas las secuencias animadas —al fin y al cabo lo que estamos viendo es un gran cuento—, que me recordaron a los títulos de crédito de El ministerio del tiempo —y que siempre me hacen pensar la mamarrachez de dibujos animados que hay hoy en día, cuando podrían ser bombones como estos—. Ya desde el principio pensé que la película al completo podría haber sido de animación y no habría cambiado gran cosa. Merece la pena que no haya sido filmada, sin embargo, por ver al protagonista en acción.

El peso de la película recae en Conor, un muchacho maravillosamente interpretado por Lewis MacDougall, quien, como su personaje, tira de todos los demás. Es un niño que lo está pasando mal en todas las facetas relevantes de su vida —exceptuando la creatividad— y que cree en las estructuras y en las premisas de los cuentos clásicos como algo inamovible y aplicable a la vida. Piensa en dual: buenos y malos, blanco y negro, luz y oscuridad. Pero como estamos en un anticuento, todo tendrá tonalidades y complejidades. Que Conor se la juegue decidiendo o no aceptar las suyas es lo más interesante de la película —y el clímax absoluto de ésta—.

Hace varios años —desde el 2011, si no recuerdo mal— que procuro ver todo lo que hace Felicity Jones, y, sí, este es un papel breve y muy bien retratado, pero en mi opinión poco agradecido, plano y predecible. Un poco como la abuelita de Caperucita, que no hace nada pero es la excusa para todo lo que acontece.

El personaje de Sigourney Weaver es igual de breve y poco atractivo, pero tiene dos momentos que fueron los únicos con los que verdaderamente simpaticé en toda la película y que me estremecieron —cerca de llorar, debo decirlo, jamás estuve; ni de lejos, a pesar de que la sala entera se hundía en el llanto—: primero su reacción de finalizar ella misma el destrozo de su nieto con los muebles, buscando su propio desahogo —de nuevo las tonalidades y complejidades que dejan a Conor sorprendido—, y sobre todo ese sincero, más que significativo y literal “No tiene importancia… No tiene importancia”, que fue, para mí, la línea de diálogo más auténtica y más visceral de toda la película.

Me resultó curioso el papel del padre, totalmente atípico teniendo en cuenta la base del cuento —no está junto a la madre enferma, su hijo le quiere a pesar de que lo predecible habría sido que no lo pudiese ni ver, su ex mujer y él nunca comieron perdices y él lo asume sin montar un drama—. Es un padre que le dice a su hijo que la vida no es como un cuento de hadas, y que NO PASA NADA. Me gustó, sinceramente.

Y, claro está, tenemos al monstruo. El diseño no es aburrido pero recuerda demasiado a los Ents de El señor de los anillos. Su misión, por otro lado, recuerda más a la de los fantasmas del Cuento de Navidad de Dickens. Es un monstruo y ellos son fantasmas, al final hablamos del género de terror. Y todos tienen algo que contarle al protagonista, en sesiones separadas, al llegar una hora específica del día —y/o de la noche—, con el fin de que sea el protagonista el que asuma la última historia, es decir, que tome una decisión. En el caso de Scrooge era dejar de ser un avaro hijo de puta. En el caso de Conor aceptar y verbalizar una verdad que le da miedo asumir.

Podría seguir, pero supongo que prefiero recomendarla. No es una película complicada, ni muy intelectual. Es un cuento que desafía las premisas clásicas, sin más. Creo que no intenta contar más de lo que puede contar. Quizás desesperan los aparentes cuatro o cinco finales que tiene —si esto tiene una intención concreta lo desconozco y, aunque me la explicasen, dudo que me convenciera—. En cualquier caso, merece la pena verla. Casi le he perdonado a Bayona lo de su Orfanato. Casi.

 

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