Botellón en Sevilla. Foto Raúl Doblado.
Botellón en Sevilla. Foto Raúl Doblado.

Cualquier ciudad andaluza. Un jueves de septiembre de 2020. Dos de la madrugada. Varios coches estacionados en un descampado junto a unas viviendas. Los altavoces de los automóviles tuneados escupen reguetón a todo volumen, que retumba en el barrio e impide con su ritmo machacón el descanso de niños y niñas, que tendrán que levantarse temprano para ir al colegio; de hombres y mujeres que deberán acudir a su empleo a la mañana siguiente sin haber descansado lo necesario y sin que ello sea excusa ante jefes y clientes; y de ancianos y ancianas, agotados por la dura vida y la enfermedad. Mientras tanto, en la calle, decenas de jóvenes hablan a gritos y, por supuesto, sin mascarilla; beben compulsivamente sus cubatas de whisky, ron o vodka con coca-cola o redbull en vasos de plástico, muchas veces compartidos. Fuman en sus cachimbas portátiles, se lían porros y, a veces, alguno se mete una raya.

Cuando terminan una botella, la hacen añicos contra la acera y los restos de las bolsas y los cartones de las hamburguesas y las patatas de Burguer King los dejan tirados por el suelo, a pesar de que lo contenedores de basura más próximos están sólo a 50 metros. Es la misma acera por la que al día siguiente pasearán, si pueden, niños y niñas pequeños con sus bicicletas, pelotas y patinetes. Cuando el alcohol empieza a hacer su efecto los chavales y las chavalas, que no tienen más de 25 años, orinan, cagan y vomitan en cualquier bordillo o portal. A las cinco o las seis de la mañana se marchan todos, conduciendo como pueden hasta sus casas, sabiendo que sus padres y madres los dejarán dormir toda la mañana.

A la noche siguiente la historia se repetirá de nuevo. Posiblemente ya el lunes algunos acudan a su instituto, se laven con gel hidroalcohólico, lleven mascarillas y estén muy preocupados junto con sus padres y madres porque no se baje la ratio de alumnos por aula y no se pueda mantener la distancia interpersonal de seguridad en sus clases o en las de sus hermanos.

Entre el vecindario hay de todo. Algunos creen que lo que hace falta es mano dura, un buen manguerazo, multas a discreción y una noche en el calabozo, a poder ser, acompañada de un recuerdo en forma de guantazo policial. Otros piensan que los jóvenes tienen que socializar, que es la edad y todos lo hemos hecho alguna vez, y que ahora que están cerrados bares de copas y discotecas lo tienen muy complicado para divertirse. En lo que todos coinciden, no obstante, es que no pueden descansar y que dejan las calles llenas de mierda. Eso es un hecho objetivo. También coinciden en que si llaman a la policía nacional les contestan que no es un asunto de su competencia. Y si llaman a la policía local… Bueno, si llaman a la policía local directamente no le cogen el teléfono.

Nada de lo que relato me lo invento. Se trata de una situación que yo mismo sufro en primera persona varios días a la semana. Lo cierto es que, más allá de las molestias a los vecinos, los riesgos de contagio de coronavirus y las calles llenas de cristales, basura, vómitos y orines, la situación pone de manifiesto una degradación de la juventud andaluza, que mayoritariamente se encamina hacia la marginalidad, la exclusión y la carencia de expectativas o proyectos de vida.

En efecto, los datos son alarmantes. La tasa de desempleo juvenil en Andalucía según la EPA correspondiente al 2º trimestre de 2020 llega hasta el 49,95%. Esto es, uno de cada dos jóvenes que busca un empleo no lo encuentra. En el conjunto del Estado es del 39,60%. Y en Comunidades Autónomas como Aragón es del 26,98%. Es decir, los jóvenes andaluces, simplemente por vivir en Andalucía, ya tienen garantizado quedarse en el paro si la moneda sale cruz.

Pero no es solo que la mitad de los jóvenes estén en el paro, haciendo del desempleo juvenil un problema estructural, consustancial al tejido productivo andaluz y a la distribución del trabajo en el Estado. Hay otros indicadores que tampoco son nada halagüeños. Por ejemplo, la tasa de abandono escolar temprano, es decir, los que no terminan la ESO. En Andalucía, según los datos del INE correspondientes a 2019, un 21,6% de los jóvenes abandona sus estudios obligatorios, dato escandaloso, sobre todo si se compara con el de otras comunidades como Euskadi que está en el 6,7%. No es sólo que la formación que reciben presente carencias, es que ni siquiera la reciben.

También en prevalencia de borracheras estamos por encima de la media estatal (Ministerio de Sanidad, 2017) con un 7,4% frente al 7,1%. O en prevalencia del botellón (Ministerio de Sanidad, 2017) con un 10,4% frente al 9,4%. Desde luego, no es para estar contentos y celebrarlo, ¿no creen?

Más preocupante son las cifras de obesidad (Ministerio de Sanidad, 2017), que entre los niños y niñas andaluces está en el 12,5% frente al 10,3% estatal (en el caso de las niñas andaluzas se llega al 14,4% frente al estatal que es de 10,2%). Lo cual, no sólo evidencia un mayor sedentarismo de las mujeres sino una deficiente alimentación asociada a un nivel socioeconómico y cultural bajo.

Todos ellos son datos escalofriantes, que muestran con tozudez la extremadamente grave situación de dependencia que vive la sociedad andaluza y, dentro de ella, las capas más vulnerables como son los jóvenes. Consecuencia de ello es que la tasa de emancipación, es decir, los jóvenes menores de 30 años que pueden independizarse (Consejo Juventud España, 2º semestre 2019) es del 15,9%, mientras que la media estatal es del 18% o la de Cataluña el 22,6%. Desolador, ¿verdad? Pues aún lo es más la tasa de pobreza o exclusión social en menores de 30 años (Consejo Juventud España, 2º semestre 2019), que en Andalucía llega al 50% mientras que la media estatal es de 31,7% y en Navarra es11,3%.

¡La mitad de los jóvenes son pobres o excluidos socialmente! Algo lógico pues sólo trabajan la mitad de los que quieren hacerlo, 2 de cada 8 no estudian nada, carecen de ingresos, viven con sus padres y su ocio consiste en mayor porcentaje que otras zonas del Estado en botellón y borrachera. Un futuro tétrico para la que algún iluminado llamó la generación mejor formada de la historia.

Tenemos un problema y aquí no valen paños calientes progres queriendo minimizarlo o relativizarlo. En primer lugar tenemos un problema estructural, provocado por la situación de dependencia de Andalucía, que condena a nuestros jóvenes a la marginalidad, a carecer de formación y cultura que les permita cuestionarse la sociedad en la que viven, construir alternativas y tener un pensamiento crítico. Más allá del sector servicios, monopolizado por la hostelería, el comercio y el turismo, o la economía extractiva, no hay esperanzas laborales para la gran mayoría de los jóvenes andaluces. Es necesario subvertir está situación, pero ello sólo será posible con capacidad para decidir el modelo productivo y el reparto de la riqueza.

En segundo lugar, tenemos un problema doméstico. Las familias de los jóvenes que salen cada noche a hacer botellón están haciendo una dejación de responsabilidad censurable. Son padres y madres, abuelos y abuelas que consienten que, en la situación actual de emergencia sanitaria, sus hijos e hijas, nietos y nietas, vuelvan borrachos a casa y no se les pida ningún tipo de explicación. Es necesario educar con el ejemplo, no dejar toda la responsabilidad a los centros de enseñanza, fomentar hábitos y modelos de ocio saludables y, muy importante, poner límites y exigir responsabilidad a quienes, aunque mayores de edad, siguen conviviendo en el hogar familiar sin aportar nada (tareas domésticas, cuidados, respeto, etc.).

Y en tercer lugar, tenemos un problema como sociedad, que es incapaz de darse cuenta que el modelo de ocio consumista, de alcohol y redes sociales, no es beneficioso. Una sociedad, y especialmente cierta izquierda progre y cierta derecha moderna pseudoliberal, que no alcanza a comprender que la disciplina, el esfuerzo, el sacrificio y la solidaridad son valores a preservar. Y que cualquier amenaza a los mismos y a la clase trabajadora andaluza debería ser impedido, a manguerazos si es preciso. Todos los jóvenes deberían reparar el daño que causan con sus acciones lesivas, realizando tareas en beneficio de la comunidad. Todos deberían visitar una prisión, un hospital, una residencia de ancianos, un centro de menores, un tajo en el campo, un campamento de migrantes, etc. Quizás así sean conscientes del mundo que les rodea y al que tienen mucho que aportar.

Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía

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