Boya y cormorán, de Alex Colville (1985).
Boya y cormorán, de Alex Colville (1985).

Milton S. Kovenvach, profesor de la universidad de Palo Alto (California), en su famoso libro El desorden de los afectos, nos propone el examen del caso de Claire F., hija de una hija parentalizada, su madre Hellen F.

“La señora Hellen F. tiene setenta y siete años. Fue la mayor de cinco hermanos de una familia de origen polaco que se asentó en un pueblo del medio-oeste americano. Su padre era herrero de profesión y alcohólico de afición. Las noches que regresaba a su casa dando trompicones por los efectos del alcohol le pegaba a su esposa con gran brutalidad. Los niños corrían a esconderse en los brazos de Hellen, su hermana-madre adolescente. Todos se tapaban los oídos para no sentir los insultos y jadeos que llegaban del dormitorio grande. Ella los mantenía apretados contra su pecho. Nunca nadie comentó jamás este secreto a voces.

Hellen madrugaba para ayudar a su madre en las faenas de la casa y para cumplir los requerimientos de su padre, en especial cuando quedó ciego por un accidente en la fragua. No pudo ir a la escuela. No recuerda haber recibido un regalo en Navidad. Sólo un vestido nuevo cuando cumplió dieciocho años, que le sirvió, también, como vestido de novia. Se casó con un granjero inculto, hosco y taciturno que la cargó de hijos y le dio una vida gris, escasa y anodina. Hace ya algunos años que vive sola. Se lamenta de múltiples dolores. A veces siente una opresión en el pecho que le impide respirar, como si se estuviera muriendo. Se encuentra sola, muy sola, aunque sus hijos la visitan todos los días; es muy querida y visitada por sus amigas y vecinas. Todos los días prepara su comida, hace la faena de la casa y las pequeñas compras. Sus hijos dudan si no sería mejor para ella ingresarla en una residencia de ancianos”.

Hasta aquí la somera descripción de la señora Hellen F. Sin embargo, Milton S. Kovenvach nos invita a reflexionar, no sobre Hellen, sino sobre su hija mayor, Claire, que acude a su consulta desde hace dos años. Y, principalmente, del lazo que las une.

“Claire F. acaba de cumplir cincuenta años. Es administrativa en el periódico local. Está felizmente casada (aunque conserva el apellido de su familia de origen) y tiene dos hijos. Consiguió una beca para estudiar enfermería en la universidad, pero tuvo que regresar al poco tiempo porque no era capaz de controlar “sus nervios”. Ahora vive muy cerca de la casa de su madre. Expresa que, a veces, está muy enfadada con su madre, que la saca de quicio, que ya no sabe qué hacer para satisfacerla. En ocasiones, se lleva algunos días sin hablarle, pero enseguida “se somete a su voluntad porque le da mucha pena de su madre, que ha sufrido tanto y la vida ha sido tan dura con ella”. De vez en cuando, Claire se siente triste, apagada y necesita estar con sus hijos, que son tan importantes para ella. En realidad, vive en una continua tensión entre los cuidados que le reclama, por una parte, su madre Hellen; por otra, su propia familia. Le afectan mucho, al parecer, el reclamo y el subsiguiente reproche de que no le presta la atención “que se debe a una madre” y de que “últimamente está muy despegada de ella”, aunque, en realidad, la llama todos los días por teléfono y la visita varias veces durante la semana. Sus hermanos están todos muy ocupados con sus trabajos. Con frecuencia dice que no sabe lo que le pasa, se encuentra desganada, solo quiere estar en casa sin hacer nada, con llantos sin motivo aparente y como con una nube negra encima de su cabeza. Cansada. Muy cansada. Cuando está con su madre está enfadada; cuando no, está pensando si tendría que ir a verla”.

Milton S. Kovenvach describió hace más de veinte años el caso de Hellen y Claire F. que, con el correr del tiempo, ha acabado constituyendo un paradigma disfuncional de relación hija-madre: las hijas de las hijas que no tuvieron infancia. En nuestros días, constituyen un grupo social numeroso muchas de estas hijas que tienen en torno a cincuenta años y se encuentran atrapadas entre dos lealtades: la que deben a su madre (a su familia de origen) y la que deben a su propia familia (a su familia nuclear) y, sobre todo, la que se deben a sí mismas. Con la dificultad para conseguir una vida autónoma —emocionalmente autónoma— más allá del cuidado lógico y razonable que todos debemos a nuestros padres. Y que han tenido —oh casualidad— una vocación de cuidadora mostrando un gran esfuerzo por no defraudar a nadie: madre, padre, tíos, hermanos, hijos, sobrinos…y al perro, si fuera menester.

Son grandes luchadoras, responsables…pero se sienten muy cansadas, inseguras, temerosas y, a veces, no ven salida de este pozo oscuro, como si se estuvieran enfadadas con el mundo y con ellas mismas. Suelen ser mujeres relativamente jóvenes, con empleo fuera de casa, ocupadas de las faenas domésticas y del cuidado de los hijos, cuidadoras principales de familiares en situación de dependencia. Que sienten que la vida se les va yendo y no han encontrado todavía el momento de reclamarle su parte debida.

Es posible que, para descubrir el origen del sufrimiento de Claire F., para encontrarle su sentido pleno, haya que remontarse no solo a su madre Hellen, sino a su abuela de origen polaco, casada con aquel hombre brutal, herrero de profesión y alcohólico de afición. Porque, a veces, los eslabones del sufrimiento están engarzados unos a otros sutilmente por el hilo invisible de la sangre.

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