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El arte ya no es único. Ya se puede reproducir prácticamente todo. 

El arte ya no es único. Ya se puede reproducir prácticamente todo. Estas frases corresponden a uno de los ensayos más influyentes de Walter Benjamin, un pensador que cultivó ampliamente la rama filosófica dedicada al estudio de la esencia y la percepción de la belleza —a saber: la Estética, con mayúscula. No confundir con el universo de cirujanos plásticos e insatisfacciones vitales provocadas por el paso del tiempo o la falta de autoestima pectoral—. Lo escribió en 1936, hace casi ochenta años, a pesar de que las líneas bien parezcan contemporáneas.

Hoy, cuando las técnicas de reproducción han evolucionado hasta límites inimaginables, parece mentira que el concepto de obra de arte siga vivo. Un par de siglos antes, otro alemán, Johann Winckelmann —considerado padre de la Historia del Arte—, sostenía que los artistas clásicos habían conseguido la perfección y que, por lo tanto, la única manera de llegar a ser grandes era imitando a los griegos. Bajo este prisma neoclásico, queda bastante claro que para muchos estudiosos de lo artístico, desde Grecia para acá no se ha inventado nada nuevo. La originalidad brilla por su ausencia en la era del remake perpetuo. Prácticamente todo es una versión de la versión de alguien que creyó haber reinventado algo en alguna ocasión.

Desde la introspección —y el ombliguismo sin pudor, por qué no decirlo— del enfoque teórico, se ha debatido largo y tendido sobre si una imitación llega a tener o no valor artístico. Al añadir un nuevo elemento, alterar el orden, variar el enfoque, versionar… ¿estamos ante una actividad original o somos meros, aunque muy respetables, zapateros remendones? Peliaguda cuestión, máxime teniendo en cuenta que todos remendamos de vez en cuando. Si pensamos en la literatura —en la buena— cuesta trabajo no apreciar y saborear el influjo de los de siempre. Aquellos autores que supieron mejor que nadie describir un amor, apenarnos o aterrarnos. Su huella siempre está ahí y entramos entonces en un bucle quizás infinito. Bebemos de lo que leemos y creamos en la medida en que las lecturas previas han estimulado nuestra forma de crear. Con la mala literatura —la que más abunda—, la presencia de lo que otros han escrito también se manifiesta, aunque con un envoltorio torpe y una sonrojante inmodestia. 

Si abordamos la creación audiovisual, nos damos de bruces con lo mismo una y otra vez. Lo que oímos está ya inventado. La música actual tiene tantas reminiscencias, voluntarias e involuntarias, reconocidas o soterradas, que poco (muy poco) le queda de inédito a sus recurrentes acordes y manoseadas letras. Y en las pantallas, las versiones, adaptaciones y revisiones acechan cual manada de hienas hambrientas. Valgan para la muestra unos cuantos botones catódicos. El 22 de octubre de 2001, Televisión Española estrenaba un novedoso formato para elegir al representante del país en el festival de Eurovisión. Operación Triunfo se llamaba el invento —que seguían de media más de 7 millones de españolitos— y premiaba al ganador, votado por el público, con el lanzamiento de un disco y el viajecito a todo tren para participar en el euromusicshow.

Sin embargo, la novedad radicaba solo en los participantes, desconocidos hasta entonces para la audiencia. Y digo solo porque en 1970, la cadena pública ya había mantenido enganchada a la nación entera mediante el mítico programa musical Pasaporte a Dublín. El show tenía el mismo objetivo y, a excepción de que los concursantes estaban ya consagrados y del blanco y negro de las coreografías de Valerio Lazarov, pocas diferencias asoman. Tras la consabida explosión OT, vendrían otras 7 ediciones y más réplicas que en un seísmo. Formatos como Factor X, El número 1 o el actual La voz ilustran bien que nada nuevo hay bajo el sol. Todos ellos son a su vez adaptaciones de emisiones extranjeras, multiplicadas a lo largo de una treintena de países con idéntico continente y contenido. Y orientados a un público cada día más similar.

¿Y si para creer que creamos metemos un elemento nuevo? Es lo que podemos llamar la variación del actuante. Si es divertido ver haciendo esto a mindundis, lo será más ver a niños, famosillos, cocineros, granjeros, robinsones… alterar la ecuación con una pieza para obtener como resultado semejantes y pingües dividendos. Hay poco margen para la originalidad. En Historia del Arte, esto lo abarca muy bien la noción de pastiche. Una imitación que consiste en tomar ciertos elementos característicos de la obra de otro y combinarlos para que den la impresión de ser una creación independiente.

Hoy en día, estamos explotando el pastiche como pretensión artística o incluso como única vía de creación y proyección, pero ¿dónde radica el valor artístico de la copia? ¿En lo que hace sentir? Si la Estética es también sensación, razón y emoción ¿es suficiente con vibrar sacudidos por idénticos trazos? Y si el propósito solo es vibrar ¿querrá decir eso que el arte no muere, sino que como las especies, aumenta a medida que otros se reproducen y aúnan su esencia para dar vida a algo nuevo? ¿Es ese algo limitadamente original… el arte que nos queda? Difícil resignarse, pero al menos perdura el consuelo de seguir remendando palabras. Y pretendiendo algo más. 

 

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