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Creo imprescindible la ejercitación de la memoria, pero no como mera repetición mecánica, sino como anclaje de un proceso cognitivo.

"Como ustedes saben, soy profesor de historia. Me dedico a enseñar el pasado". Así iniciaba March Bloch un interesante artículo sobre la crítica histórica y la crítica del testimonio. Más allá del inicio, dicho artículo completo, me sirve de inspiración para dar comienzo a mi colaboración con lavozdelsur.es. Ustedes no lo saben, soy profesora de historia. Me dedico a enseñar a pensar el pasado.

Al menos eso venía intentando hasta que bien avanzado este curso se recibió la normativa de Educación sobre la recién rebautizada Selectividad, ahora llamada EBAU (Evaluación de Bachillerato para Acceso a la Universidad) y, aún más avanzadas las clases, recibimos las directrices y orientaciones generales para las pruebas de acceso y admisión a la Universidad y... ¡SORPRESA! Esas directrices, en Andalucía, se concretan apostando por el modelo de alumno psitacoideo (lo que en taxonomía biológica viene siendo un loro o cotorra), despreciando por completo el aprendizaje significativo en el que se procura que el estudiante discuta y cuestione las nuevas ideas que se le exponen.

Desde los organismos públicos y políticos competentes se ha diseñado una prueba cuyo objeto es cribar el ingreso a la Universidad y se hace, en lo que a historia se refiere, sin evaluar la capacidad de reflexión, crítica, análisis o relación de los examinados, sino puntuando exclusivamente su habilidad retentiva. Y eso, en un sistema educativo que desde hace años tortura al profesorado insistiendo en el aprendizaje por competencias, denostando el estudio memorístico, apostando por la construcción cooperativa del conocimiento y rechazando de plano la lección magistral en la que el docente es la única fuente de conocimiento autorizada. Y digo tortura, porque exige objetivos sin ofrecer medios adecuados para alcanzarlos.

Creo imprescindible la ejercitación de la memoria, pero no como mera repetición mecánica, sino como anclaje de un proceso cognitivo, que requiere previamente de un esfuerzo comprensivo sobre el que desarrollar la capacidad crítica tan necesaria en las disciplinas humanísticas.

Hubo un tiempo, no tan remotamente lejano, en el que los estudiantes andaluces partían del análisis de un documento para construir el relato de un proceso histórico. Hasta el pasado curso, desarrollaban un tema y analizaban complementariamente un par de documentos, texto e imagen. En esta convocatoria, han cantado un tema y han respondido a tres cuestiones formuladas alternando dos formatos mal denominados abierto y semiabierto cuando son claramente cerrados. Este modelo de examen se traduce en: yo, educadora, ofrezco una crónica de la historia de España unívoca, cerrada, incuestionable, convertida en Vulgata que ellos, educandos, la más de las veces sin comprender, recitan como las tablas de multiplicar, con la salvedad de que esta repetición de datos no persigue fin ulterior alguno fuera de formar ciudadanos pasivos, virtuales, como señalara Kant en ¿Qué es la Ilustración?, «incapaces de servirse de su propio entendimiento, sin la dirección de otro» dificultando así con mucho su salida de la minoría de edad.

No, ya no soy profesora de historia. Soy una simple cotorra entrenando a otras cotorritas, que cacarea una narración pretendidamente histórica construida según el curriculum fijado en una normativa autonómica que, por si fuera poco, está muy alejado del de nuestros convecinos, pues no es la historia de España andaluza ni de lejos parecida a la madrileña o catalana, más que en su afán por ser la historia que se ha de impartir sin cuestionar. En peligro de extinción la libertad de cátedra, por si las flies, habrá que repasar este verano la lista de los reyes godos.

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